—Nadie que esté en sus cabales se pasea con cianuro en su bolsillo —respondió Armstrong—.
Este veneno ha debido ser traído a la isla por alguien que quería destruir un nido de avispas.
—¿El celoso jardinero o el propietario? —preguntó Philip Lombard—. En todo esto del cianuro
hay que reflexionar un poco, pues, desde luego, no fue Marston. O bien tenía la intención de matarse
antes de venir aquí… O bien…
—¿O bien…? —insistió Armstrong. Lombard sonreía socarronamente.
—¿Por qué quiere obligarme a que lo diga? Usted tiene en la punta de la lengua lo mismo:
Anthony Marston ha sido envenenado por alguien.
—¿Y la señora Rogers? —insistió suspirando el doctor Armstrong.
—Aunque con dificultad habría podido creer en el suicidio de Marston si no hubiese acaecido la
muerte de la mujer de Rogers. Por otra parte, habría admitido, sin duda, el suicidio de la mujer si no
hubiese sido por la muerte de Marston. No rechazaría la idea de que Rogers se haya desembarazado
de su mujer, sin el fin inexplicable de Marston. Lo esencial será encontrar una explicación a estas dos
muertes.
—Puede ser que yo le ayude a aclarar un poco este misterio.
Y le repitió los detalles que le había dado Rogers sobre la desaparición de las dos figuritas de
porcelana.
—Si las estatuillas representan negritos… había diez anoche durante la cena, y, ¿dice usted que
sólo quedan ocho?
El doctor recitó los versos:
Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Los dos hombres se miraron. Lombard rió socarrón y arrojó su cigarrillo con fuerza.
—Esas dos muertes y la desaparición de los dos negritos concuerdan demasiado bien para que
sea una simple coincidencia. Marston ha sucumbido a una asfixia o a un ahogo después de cenar, y la
señora Rogers ha olvidado despertarse… porque alguien se lo impidió.
—¿Y entonces?
—Existe otra clase de negros… aquella que se oculta en el túnel, el misterioso X… Mister
Owen; ¡el loco desconocido y en libertad!
—¡Ah! —exclamó Armstrong satisfecho—. Usted comparte íntegramente mi opinión. Por tanto,
veamos adonde nos conduce esto. Rogers jura que no había nadie en esta isla más que los invitados
de Owen, él y su mujer.
—Rogers se equivoca… a menos que mienta.
—Para mí, Rogers no miente. Está tan asustado que perdería la razón.
— Esta mañana no ha venido ninguna canoa — observó Lombard —, lo que /confirm/ia
sobradamente la conspiración llamada Owen. La isla del Negro quedará aislada del resto del mundo
para permitir a mister Owen realizar su tarea hasta el final.
El médico palideció.
—Usted comprenderá que ese hombre debe estar loco de atar.
Lombard respondió con una nueva entonación en su voz.
—Mister Owen ha olvidado un pequeño detalle…
—¿Cuál?
—Esta isla no es más que una desnuda roca; la exploraremos fácilmente de arriba abajo y
descubriremos la guarida de U. N. Owen.
—¡Desconfíe usted, Lombard! Ese loco se hará peligroso.
Lombard echóse a reír.
—¿Peligroso? Seré yo el peligroso en cuanto le eche la vista encima. Después de una pausa
añadió:
—Debemos decírselo a Blove, pues en el momento crítico su ayuda será preciosa. En cuanto a
las mujeres es mejor no decirles nada y respecto a los otros, creo que el general está ya muy viejo y el
juez está mejor en su sillón. ¡Nosotros tres nos encargaremos de la tarea!