—Parece usted taciturno, doctor. ¿Qué piensa?
—Me pregunto hacia qué grado de locura camina el viejo general MacArthur.
Vera sintióse toda la mañana nerviosa; rehusó la compañía de miss Brent con manifiesta
repugnancia.
La solterona llevó una silla a un rincón de la casa resguardado del aire y sentóse haciendo la
labor de mano.
Cada vez que Vera pensaba en ella parecía estar viendo una cara ahogada con los cabellos
mezclados con algas marinas… una figura que sería bonita… muy bonita quizá… y que ahora no
inspiraba piedad ni temor. Sin embargo, Emily Brent, aplacada y confiada en su virtud, seguía
haciendo su labor.
En la terraza, el juez Wargrave estaba como apelotonado en una butaca de mimbre, con la
cabeza hundida en el cuello.
Mirándole, Vera se imaginaba ver a un hombre joven de cabellos rubios y ojos azules asustados,
sentado en el banquillo de los acusados; a Edward Seton. Con sus manos arrugadas, el juez se cubría
con un birrete negro antes de pronunciar la sentencia de muerte.
Tras un momento de indecisión descendió con paso lento hacia el mar. Llegó a la extremidad de
la isla, donde un viejo, sentado, miraba el horizonte fijamente.
El general MacArthur, pues era él, se removió al acercarse Vera. Volvió la cabeza, y en sus ojos
vio un destello de curiosidad y de aprensión. Extrañada, la joven se sobresaltó. Una idea había
surgido en su mente.
«Es extraño. Diríase que él sabe…»
—¡Ah, es usted! —dijo el general.
Vera tomó asiento a su lado, en las rocas.
—¿Le gusta a usted también contemplar el mar? —le preguntó ella.
Muy suavemente afirmó con la cabeza.
—Sí, es agradable, y este rincón es bueno para esperar.
—¿Esperar? —repitió la joven—. ¿Qué espera usted, pues?
—El final de la vida. Pero usted lo sabe tan bien como yo, ¿no es cierto? Todos esperamos el
final.
Extrañada, Vera le preguntó:
—¿Qué quiere usted decir?
Con voz grave, MacArthur respondió:
— ¡Ninguno de nosotros saldrá de esta isla! Está en el programa. ¿Por qué hacernos los
ignorantes? Puede ser que usted no lo comprenda, pero lo agradable es la tranquilidad.
—¿La tranquilidad? —repitió Vera, sorprendida.
—Sí. Naturalmente, usted es demasiado joven, no ha llegado a esa edad en que se piensa en la
tranquilidad que se va a tener cuando se deje el peso de la vida. Un día llegará usted a sentirlo.
—Todavía no lo comprendo —le contestó Vera, con voz temblorosa.
Vera se retorcía nerviosamente los dedos, asustada por la presencia del viejo militar con ese aire
de desengaño.
—A Leslie la amaba… sí, con locura —dijo el general, pensativo.
—¿Leslie era su mujer? —preguntóle la joven.
—Sí, mi mujer. La adoraba, y sentíame orgulloso. ¡Era tan bonita y alegre…!
Tras un momento de silencio, continuó:
—Sí, quería mucho a Leslie; fue por esto por lo que hice aquello.
—¿Qué dice?
El general MacArthur afirmó con la cabeza lentamente.
—¿Para qué negarlo ahora, ya que vamos a morir todos? Envié a Richmond a la muerte; esto era
un crimen. ¡Bravo! ¡Un crimen…! ¡Y decir que siempre respeté la ley…! Pero en este momento no
veía las cosas como hoy, y no tuve remordimientos. «Se lo ha buscado; lo tiene bien merecido.» Así
pensaba yo entonces… Mas luego…
—¿Qué? —inquirió Vera. Inclinó la cabeza con aire perplejo y angustioso.
—No sé nada más… no sé nada… La vida se me apareció de otra forma distinta. No sé si Leslie
supo la verdad… no lo creo. Jamás adiviné sus pensamientos. Más tarde murió y me dejó solo.
—Solo… solo… —replicó Vera. Y el eco de su voz se lo devolvían las rocas.
—Usted también será feliz cuando llegue su hora —continuó el general.
Vera se levantó y le respondió con voz seca:
—No comprendo a qué hace usted alusión.
—La comprendo, pequeña, la comprendo.
—No, mi general, usted no me comprende… No del todo.
El general volvió su mirada hacia el mar, e inconsciente de la presencia de la joven, murmuró
con voz cariñosa:
—Leslie…
Cuando volvía Blove de la casa llevaba una cuerda bajo el brazo; encontró a Armstrong en el
mismo sitio en que lo había dejado, fija la mirada en las profundidades marinas.
—¿Dónde está Lombard? —preguntó con curiosidad.
—Ha ido a comprobar una de las hipótesis —le respondió Armstrong— Estará aquí dentro de un
minuto. Mire, Blove, estoy intranquilo.
—Todos lo estamos, me parece.
—Seguro… seguro… pero usted no me comprende. Me inquieto por el viejo general.
—¿Qué es lo que le pasa?
Con una mueca el doctor contestó:
—¿No buscamos a un loco? ¿Qué piensa usted de él?
—¿Usted le cree capaz de cometer asesinatos? —preguntó Blove, incrédulo.
—No diré tanto. No soy especialista en enfermedades mentales y no he tenido una conversación
con él; ni le he podido estudiar, pues, desde ese punto de vista.
—Chochea, sí, se lo concedo del todo convencido, pero de eso a sospechar que…
—Usted tiene razón —le interrumpió—. El asesino se oculta en la isla. ¡Por ahí viene Lombard!
Ataron la cuerda con solidez a la cintura de Lombard.
—Trataré de ayudarme yo mismo. Esperen siempre a que sacuda la cuerda bruscamente.
Durante algunos instantes los dos hombres siguieron con la vista el descenso de Lombard.
—¡Es ligero como un mono! —exclamó Blove con voz extraña.
—Ha debido hacer alpinismo —observó el médico.
—Eso diría.
Un silencio se hizo entre los dos hombres y el ex inspector de policía emitió esta opinión:
—Es un bicho raro, entre nosotros. ¿Sabe usted lo que pienso?
—Le escucho.
—No me inspira confianza ninguna.
—¿Por qué?
—No podría explicarlo claramente, pero le creo capaz de todo.
—Usted ya sabe la vida que ha llevado de aventuras.
—Sí. Pero apostaría a que muchas de sus aventuras no ganarían nada al ser sacadas a la luz.
Después de una pausa preguntó al médico:
—¿Por casualidad ha traído usted su revólver, doctor?
—¿Yo? Claro que no. ¿Por qué?
—¿Por qué Lombard tiene el suyo?
—Sin duda alguna por costumbre.
Blove refunfuñó.