Una violenta sacudida se sintió en la cuerda y durante unos instantes tanto Blove como el
médico emplearon todas sus fuerzas para que no se soltase la cuerda. Cuando ésta quedó bien tirante, Blove observó:
—¡Hay costumbres y costumbres! Que Lombard, para ir a un país salvaje, lleve el revólver, su
saco de provisiones, su infiernillo y polvos contra las pulgas no es extraño, pero esa costumbre no le
haría trasladarse aquí con su equipo colonial. Eso solamente ocurre en las novelas policíacas, que las
gentes guardan su revólver hasta para dormir.
Perplejo, el doctor Armstrong agachó la cabeza. Inclinado al borde del abismo seguía los
progresos de su compañero. Lombard terminó su exploración y su cara expresaba la inutilidad de sus
esfuerzos.
Pronto se remontó al pico de la roca y secándose el sudor de la frente dijo:
—Pues estamos listos. No nos queda más que examinar la casa.
Ya en ella las exploraciones fueron hechas sin dificultad. Comenzaron por las dependencias
anexas, luego dirigieron su atención al interior de la morada. El metro de mister Rogers que
encontraron en un cajón de la cocina les sirvió de mucho. Pero la casa no tenía ningún rincón oculto.
Toda la estructura era de estilo moderno, líneas rectas, que no dejaban lugar alguno para escondrijos.
Inspeccionaron primero el piso bajo, y cuando subían por la escalera para continuar en el piso de
arriba, vieron por la escalera del rellano al criado Rogers que llevaba a la terraza una bandeja cargada
de combinados.
—Ese sinvergüenza es un fenómeno. Continúa su servicio impasible, como si no hubiese pasado
nada —señaló Lombard.
—Rogers es la perla de los mayordomos. ¡Rindámosle este homenaje! —dijo el doctor.
—Y su mujer era una excelente cocinera. La cena de anoche…
Entraron en el primer dormitorio. Cinco minutos después se encontraron en el rellano. Nadie se
ocultaba. Imposible esconderse en ninguna habitación.
—¡Vean! —anunció Blove—. He ahí una escalera.
—En efecto, debe de ser la escalera que conduce a los cuartos de los criados —respondió
Armstrong.
Blove insistió:
—Habrá en los desvanes un sitio para el depósito del agua, y es lo único que nos queda por
registrar.
En este momento preciso los tres hombres percibieron un ruido que parecía venir de arriba como
si alguien caminase cautelosamente.
Todos lo oyeron. Armstrong cogió del brazo a Blove, y Lombard, levantando un dedo, impuso
silencio.
—¡Chitón…! ¡Escuchad!
El ruido se repitió, alguien se movía con sumo tiento por arriba con paso furtivo. Armstrong
murmuró en voz baja:
—Me parece que es en el cuarto donde reposa el cadáver de la señora Rogers.
—Seguro —respondió Blove—. No se podía escoger mejor escondite. ¡Quién pensaría en subir
allí! Subamos sin hacer ruido.
A paso de lobo subieron sin hacer ningún ruido y se deslizaron por el pequeño pasillo, y ante la
puerta de los criados escucharon. Si, había alguien en la habitación; un débil ruido les llegó desde el
interior.
—Vamos —susurró Blove.
Abrió la puerta de golpe y entró precipitadamente seguido de los otros dos.
Los tres se pararon a la vez.
¡Rogers se encontraba ante ellos con los brazos cargados de ropas!
Blove fue el primero que recobró la serenidad y dijo:
—Perdone, Rogers, pero hemos oído ruido en este cuarto y hemos creído que…
Rogers le interrumpió:
—Les ruego que me perdonen, señores. Estaba recogiendo mis cosas; he pensado que ustedes no
tendrían inconveniente en que duerma en una de las habitaciones que hay libres en el piso de abajo,
en la más pequeña.
Se dirigía al doctor Armstrong, que respondió:
—Eso es natural… Instálese en la habitación, Rogers.
Rogers evitó mirar el cuerpo que estaba sobre la cama tapado con una sábana.
—Gracias, señor.
El criado salió de la estancia, llevándose sus ropas, y bajó al primer piso.
El doctor Armstrong se dirigió hacia la cama, levantó la sábana y examinó el semblante apacible
de la muerta.
El miedo había desaparecido para dar lugar a la tranquilidad de la nada.
—¡Qué lástima que no tenga mis instrumentos aquí! Me hubiese gustado saber de qué veneno se
trataba. Señores, terminemos pronto, pues tengo la impresión de que no encontraremos nada aquí.
Blove se agitaba como un diablo procurando abrir una especie de nicho en el desván.
—Este buen hombre se desliza como una sombra; hace sólo un par de minutos que estaba en la
terraza y nadie de entre nosotros le ha visto subir las escaleras —hizo observar Blove.
—Es por lo que sin duda hemos creído que había alguien extraño en esta habitación —respondió
Lombard.
Blove desapareció por una oscura puertecita en el desván.
Lombard sacó su linterna de bolsillo y le siguió.
Cinco minutos después los tres volvían, llenos de polvo y telarañas. Una profunda decepción se
leía en sus semblantes.
¡No había más que ocho personas en toda la isla!