Capítulo 9
Lombard se expresó lentamente:
—Bueno, estamos fastidiados del todo. Hemos levantado el andamiaje con todos los requisitos
de un acuciante drama de supersticiones y fantasías y todo ello a causa de la coincidencia de dos
defunciones.
—Por lo tanto, orientemos nuestro razonamiento. Soy médico y pretendo conocer a los suicidas.
Marston no era de los que se matan voluntariamente —repuso Armstrong con voz grave.
—¿No podría haber sido un accidente? —preguntó Lombard.
—¡Extraño accidente! —respondió Blove, y añadió—: En cuanto a la mujer…
—¿La señora Rogers?
—Sí, su muerte parece debida a una causa accidental.
—¡Accidental! ¿Cómo es eso? —preguntó Lombard.
Blove parecía no saber cómo responder a esa pregunta; su cara, de ordinario sonrosada, se
coloreó aún más, y murmuró:
—Veamos, doctor, usted le administró una droga.
—¿Una droga? Explíquese usted.
—Ayer noche usted mismo dijo que le había dado algo para dormir.
—¡Ah! ¡Sí! Fue un inofensivo soporífero.
—¿Qué era?
—Le hice tomar una dosis muy suave de veronal. Una preparación nada peligrosa.
—Dígame, ¿no es posible que le haya dado una dosis más fuerte de ese producto? —insistió
Blove.
Furioso, el doctor protestó:
—¿Qué insinúa usted?
Blove no se amedrentó:
—¿No es posible que usted haya cometido un error? Esa clase de accidente puede pasarle a
cualquiera.
—No he cometido ningún error —añadió el doctor—. Su insinuación roza lo grotesco.
Rojo de cólera, Armstrong continuó:
—Acúseme en seguida de haber dado expresamente a esa desgraciada una dosis excesiva de
veronal.
Lombard intervino para calmarles:
—Vamos, señores, un poco de calma. No comencemos por acusarnos unos a otros.
Blove replicó en tono mesurado:
—Busco solamente saber si el doctor se ha equivocado.
—Un médico no puede permitirse el lujo de equivocarse, amigo mío —respondió Armstrong,
descubriendo sus dientes en una sonrisa forzada.
—No sería la primera vez que haya usted cometido una equivocación, si creemos lo dicho por el
disco del gramófono —insistió Blove, pensando sus palabras.
Armstrong palideció. Lombard, furioso, se dirigió a Blove:
— ¿Qué significa esta actitud agresiva? Estamos todos en la misma situación y debemos
ayudarnos mutuamente, pues… también podríamos preguntarle algo a usted sobre este asunto de
perjurio.
Blove, adelantóse con los puños crispados, replicó:
—Déjeme tranquilo con esa historia; no son más que mentiras. Me gustaría conocer ciertos
detalles acerca de usted.
—¿De mí?
—Sí, quisiera que usted me dijese por qué lleva un revólver, cuando viene usted sólo a título de
invitado.
—Es usted muy curioso, Blove.
—Estoy en mi derecho.
—Blove, usted no es tan tonto como parece.
—Puede ser; pero respóndame respecto a ese revólver.
Lombard sonrió.
—Lo he traído porque esperaba caer en una cueva de sinvergüenzas.
—No era eso lo que usted nos decía anoche; ayer nos engañó usted.
—En cierto sentido, sí —asintió Lombard.
—Pues díganos la verdad ahora.
—Bueno; he dejado creer que estaba invitado en esta lista como los demás. No es cierto. La
realidad es que un pequeño judío llamado Morris me ha ofrecido cien guineas por venir aquí y tener
abiertos los ojos para lo que pudiera pasar. Me dijo que yo estaba reputado como hombre de recursos
en las situaciones difíciles.
—¿Y bien? —insistió Blove.
—¡Ah! Eso es todo —respondió Lombard en tono sarcástico.
—Seguramente le habría dicho algo más que eso —añadió Armstrong.
—No, no pude sacarle nada más. Era cosa de tomarlo o dejarlo, me dijo, y como yo estaba sin
un céntimo, acepté.
Con aire de incredulidad, Blove preguntó:
—¿Por qué no nos lo dijo usted ayer noche?
Lombard hizo un movimiento de hombros muy elocuente:
—¿Cómo podía saber yo, querido amigo, si el incidente del gramófono era precisamente por lo
que me habían hecho venir aquí? Me hice el inocente y les conté una historia que no me comprometía
para nada.
—Ahora —dijo el doctor, con sonrisa maliciosa—, ¿supongo que verá usted las cosas bajo otro
aspecto completamente diferente?
La cara de Lombard se ensombreció.
—Sí; ahora creo que estoy como todos ustedes; las cien guineas ofrecidas eran el anzuelo que
me tendió mister Owen para atraerme a la ratonera.
Hizo una pausa y continuó:
—Pues juraría que todos estamos cogidos en la misma celda. ¡La muerte de la señora Rogers!
¡La de Tony! ¡La desaparición de los negritos en la mesa del comedor! Sí, la mano de mister Owen se
ve en todo esto. ¿Pero dónde demonios se esconde ese Owen?
Abajo el sonido solemne del batintín llamó a los invitados para comer.
Rogers estaba en la puerta del comedor. Cuando los tres hombres bajaban las escaleras se dirigió
hacia ellos y les dijo con voz inquieta:
—Espero que la comida será de su agrado. Hay jamón y lengua fría y he cocido algunas patatas;
también, además, hay queso, biscuits y frutas en conserva.
—Esa minuta me parece muy aceptable.
¿Tienen entonces muchos víveres de reserva? —preguntó Armstrong.
—Una gran cantidad, señor… sobre todo en conservas. La despensa está repleta; esta precaución
es indispensable en una isla que puede quedar aislada de la costa por tiempo indefinido.
—Exacto —aprobó Lombard.
Seguidamente los tres individuos entraron al comedor.