—Miss Vera, no tenemos más remedio que rendirnos a la evidencia de los hechos. El tiempo
apremia y todos corremos un grave peligro. Uno de nosotros es Owen y no sabemos quién. De las
diez personas que desembarcaron en la isla, tres han desaparecido: Anthony Marston, la señora
Rogers y el general MacArthur; sólo quedamos siete y uno de nosotros es el falso negrito.
Hizo otra pausa y pasó la mirada a su alrededor.
—Creo que todos ustedes comparten mi idea.
—Es fantástico…, pero quizá usted tenga razón —añadió el doctor.
—No hay duda alguna —dijo Blove—; y si quieren escucharme puedo sugerir una buena idea.
Con gesto rápido el juez le atajó:
—Nos ocuparemos de esto más tarde, pues ahora sólo me interesa saber que todos estamos de
acuerdo sobre este primer punto.
Emily Brent, que continuaba su labor, dijo:
—Su razonamiento me parece lógico. Sí, uno de nosotros está poseído del demonio.
—¡Me niego a creerlo! —protestó Vera.
—¿Y usted, Lombard? —preguntó Wargrave.
—Yo lo creo también.
Satisfecho, el juez hizo un signo con la cabeza y añadió:
— Ahora escuchemos sus declaraciones. Antes de empezar, ¿sospecha usted de alguien en
particular? Mister Blove, creo que tenía usted algo que decirnos.
Blove respiraba con dificultad y al fin pudo decir:
—Lombard tiene un revólver. Ayer noche no nos dijo la verdad y él mismo lo reconoce.
Lombard sonrió desdeñosamente.
—Creo prudente explicarme una vez más.
Lo hizo en términos breves y concisos.
—¿Qué prueba tiene usted que darnos? —preguntó Blove—. Nada corrobora su historia.
—Estamos todos en un mismo caso, no podemos confiar más que en nuestra palabra. Nadie de
entre nosotros parece darse cuenta de esta situación extraordinaria. ¿Hay alguien entre nosotros a
quien podamos eliminar por los testimonios que poseemos?
El doctor Armstrong se apresuró a decir:
—Soy un médico conocido, y la idea de que yo pudiese ser objeto de una sospecha…
Con un gesto de la mano el juez frenó al orador, declarando con voz agria:
—Yo también soy un personaje conocido, pero eso nada prueba. En todos los tiempos ha habido
médicos que perdieron la cabeza y magistrados que se volvieron locos y también — añadió
dirigiéndose a Blove—, ¡policías!
—Sea lo que fuere —intervino Lombard—, creo que las señoras quedan libres de nuestras
sospechas.
El juez enarcó las cejas, y elevando su voz, tan conocida en tribunales, dijo:
—Debo deducir, según usted, que las mujeres están exentas de locura homicida.
—Evidentemente no, pero parece imposible que…
Se calló, pues Wargrave se dirigía al médico.
—Doctor, según usted, ¿una mujer tiene la fuerza física suficiente para dar el golpe que ha
matado al pobre MacArthur?
El médico respondió con calma:
—Perfectamente, si emplease el instrumento necesario, un mazo o un martillo.
—¿Y eso no exigiría un esfuerzo extraordinario por su parte?
—Ninguno.
El juez Wargrave torció su cuello de tortuga y continuó:
—Las otras dos muertes resultaron por la absorción de un veneno, y en esto no hay discusión
posible; ese acto pudo ser realizado por una persona sin necesidad de emplear el más mínimo
esfuerzo físico.