Vera exclamó con cólera:
—¡Pero usted está loco!
Lentamente, el juez volvió los ojos hacia ella y la envolvió con su mirada fría e impasible de
hombre acostumbrado a juzgar a los humanos. Vera pensaba: «Este juez me observa como un objeto
de experimentación y —la idea vino de repente con gran sorpresa suya— a este hombre no le soy
simpática.»
Muy dueño de sus palabras, el magistrado le aconsejó:
— Querida jovencita, le ruego que trate de dominar sus sentimientos. Yo no acuso — e
inclinándose hacia miss Brent —; espero, miss Brent, que usted no se habrá ofendido por mi
insistencia al considerarnos a todos igualmente sospechosos.
Miss Brent no levantó la cabeza de su labor. Y con un tono glacial respondió:
—La idea de que pudiese ser acusada de la muerte de uno de mis semejantes, y con mayor
motivo si son tres, parecerá grotesca a los que conozcan mi carácter. Pero comprendo la situación:
siéndonos extraños los unos a los otros, nadie puede dejar de ser sospechoso, ya que ninguno puede
presentar pruebas de su inocencia. Como acabo de decir, entre nosotros hay un monstruo.
—Así, todos estamos de acuerdo —dijo el juez—. Llevaremos la averiguación sin exceptuar a
nadie y no tendremos en cuenta ni el carácter moral ni la clase social de cada uno de nosotros.
—¿Y en cuanto a Rogers? —preguntó Lombard.
—¿Qué? —exclamó el juez sin mirarle.
—Según mi opinión, Rogers debiera de ser tachado de la lista —replicó Lombard.
—¿Y por qué? Explíquese.
—Lo primero es que no tiene la inteligencia para realizar tales hechos y por otra parte su mujer
fue una de las víctimas.
Una vez más centellearon los ojos del juez.
—En mis tiempos he visto muchos hombres llevados ante el tribunal bajo la acusación de
asesinato de sus mujeres y con las pruebas aportadas han sido reconocidos culpables.
—No busco contradecirle a usted —dijo Blove—. Que un hombre asesine a su mujer entra en la
esfera de las posibilidades; es hasta casi natural, añadiría yo. Pero no en el caso de Rogers; hasta
admitiría que la hubiese matado por temor a que ella lo denunciase o por haberle cobrado aversión y
hasta quizá por querer contraer segundas nupcias con alguna jovencita; pero no veo en él al
enigmático mister Owen que se toma la justicia por su mano y comienza por suprimir a su esposa por
un crimen que ha cometido en complicidad.
El juez Wargrave le observó.
—Usted se basa sobre lo que hemos oído para formarse de él una opinión, pero ignoramos si
Rogers y su mujer realizaron verdaderamente la muerte de su señora. Puede ser que la acusación
fuera falsa con objeto de colocar a Rogers en la misma situación que todos nosotros. El terror que
ayer noche demostró la mujer de Rogers podría ser causado al darse cuenta del desarreglo mental de
su marido.
—Piense usted como quiera —añadió Lombard—. Owen es uno de nosotros y no hagamos
excepción alguna; nos atenemos a su parecer.
—Repito que no haré ninguna excepción; no se ha de tener en cuenta la moralidad ni el nivel
social de nadie; por ahora lo que importa es examinar el caso de cada uno según los hechos. En otros
términos: ¿hay entre nosotros una o varias personas que no hubiesen podido materialmente
administrar el cianuro a Marston o una fuerte dosis de soporíferos a la señora Rogers y golpear
sañudamente al general?
—Esto está bien hablado —exclamó Blove—. Vayamos al fondo del asunto. En cuanto a la
muerte del joven Marston es muy difícil descubrir al culpable; hemos supuesto que alguien desde la
terraza, por la ventana abierta echó en el vaso, que estaba en la mesa, el veneno. Pero también es
cierto que uno de los que estábamos en el salón hubiera podido hacerlo. No recuerdo exactamente
si Rogers estaba en la habitación en esos momentos, pero los demás sí que estábamos presentes.
Después de un silencio continuó:
—Ocupémonos ahora de la muerte de la mujer de Rogers. En este caso los dos principales
sospechosos son el marido y el médico; tanto el uno como el otro reúnen todas las probabilidades.
Armstrong se levantó tembloroso.
—¡Protesto de esa insinuación! Juro haber administrado tan sólo la dosis necesaria para que
descansara…
—¡Doctor!
La voz del juez invitando al doctor a que no continuase sirvió para interrumpirle, mas continuó:
—Su indignación me parece natural, pero admito, sin embargo, que nosotros debemos tomar en
consideración todos los aspectos que los hechos presentan. Usted o Rogers son los que tuvieron más
facilidad de hacerlo. Ahora consideremos la posición de los otros invitados. ¿Qué posibilidad
teníamos Blove, miss Brent, miss Vera, Lombard y yo de echar el veneno en el vaso? ¿Puede alguno
ser inocente? No lo creo.
Vera exclamó furiosa:
—No me encontraba cerca de la mujer, ustedes fueron testigos.
El juez Wargrave reflexionó un instante.
—Por lo que recuerdo, he aquí cómo ocurrió. Si me equivoco, les ruego que me rectifiquen.
Marston y usted, Lombard, dejaron el cuerpo sobre el sofá y el doctor vino a examinarla. Mandó a
Rogers en busca del coñac, y entonces nos inquietamos por saber de dónde provenía la voz acusadora
y nos dirigimos todos a la habitación contigua, a excepción de miss Brent, que permaneció sola con
la mujer desvanecida.