Los colores aparecieron en la cara de miss Brent, la cual dejó su labor y declaró:
—¡Es monstruoso eso!
El juez, implacable, continuó:
—Cuando volvimos a esta habitación, usted, miss Brent, estaba inclinada sobre la mujer.
Emily Brent replicó:
—¿La piedad es, pues, un crimen a sus ojos?
—Yo me ajusto a los hechos. En ese momento Rogers regresaba con el coñac que podía haber
envenenado antes. El vasito con el licor le fue dado a la enferma y poco después, entre el doctor y
Rogers ayudaron a acostarla, dándole Armstrong un sedante.
—Eso es lo que pasó —/confirm/ió Blove—. El juez, Lombard, miss Vera y yo estamos a salvo de
toda sospecha.
Estas palabras las había dicho con fuerza y aire triunfante, pero el juez le miró fijamente y
murmuró:
—¡Ah! ¿Usted lo cree así? Debemos tener en cuenta cualquier eventualidad.
—No lo comprendo —respondió Blove, sorprendido.
Wargrave se explicó de esta forma:
—Arriba, en su habitación, la señora Rogers estaba en su cama. El sedante administrado por el
doctor comienza a producir su efecto; está adormecida y sin voluntad alguna, supongamos que en
este instante alguien ha llegado trayendo digamos un comprimido o una poción diciéndole: «El
doctor quiere que se tome usted este medicamento.» ¿Dudan ustedes que ella no se lo hubiese tomado
sin reflexionar?
Hubo un silencio. Blove movía los pies y en su frente aparecían gotas de sudor. Lombard tomó
la palabra:
—No puedo aceptar esa versión. Nadie se fue del salón sino unas horas después de que mistress
Rogers fue conducida a su dormitorio. En seguida acaeció la muerte fulminante de Marston.
—Alguien pudo salir —le interrumpió el juez— de su habitación más tarde…
—Pero ¡si entonces estaba Rogers en la habitación con su mujer! —observó Lombard.
—No —dijo el doctor—. Rogers bajó para quitar la mesa y arreglar el comedor. No importa
quién pudo entonces introducirse en la habitación de Rogers sin verle nadie.
—Veamos —observó Emily Brent—; esa mujer estaba adormecida por efecto de la droga que
usted le dio a beber.
—Sí, con toda probabilidad, pero no lo afirmaría, pues si no se le ha prescrito al paciente, jamás
se sabe la reacción que produce un medicamento. Depende del temperamento del paciente el que un
soporífero surta el efecto en más o menos tiempo.
—Usted nos dice lo que quiere, doctor —insinuó Lombard.
De nuevo la cara de Armstrong enrojeció de cólera. Una vez más la voz fría del magistrado
detuvo las protestas del médico.
—Las recriminaciones no nos llevan a ningún resultado, sólo interesan los hechos. Cada uno
reconoce voluntariamente que alguno de entre nosotros pudo subir a la habitación; cierto que esta
hipótesis tiene un valor relativo, yo lo reconozco. La aparición de miss Brent o miss Vera cerca de la
enferma no habría ocasionado sorpresas, mientras que si Blove, Lombard o yo nos hubiésemos
presentado, nuestra visita parecería insólita, pero no habría provocado ninguna sospecha en la mujer.
—¿Adonde nos conduce todo esto? —preguntó Blove.
El juez Wargrave se acarició los labios y con gesto frío e impasible declaró:
—Vamos a examinar el tercer crimen y establecer el hecho de que nadie de entre nosotros puede
estar enteramente exento de sospecha.
Hizo una pausa, carraspeó y siguió diciendo:
—Llegamos ahora a la muerte del general, ocurrida esta mañana. Ruego a los que de entre
nosotros sean capaces de suministrarse una coartada la expongan. Yo no puedo dar ninguna coartada
posible, pues toda la mañana he estado sentado en la terraza meditando. He pasado revista a todos los
extraños acontecimientos que han ocurrido en la isla desde ayer noche. Estuve en la terraza hasta que
sonó el batintín para comer, pero me imagino que hubo muchos momentos en que nadie me hubiese
visto bajar hasta el mar, asesinar al general y volver a ocupar mi sitio en la butaca. Les aseguro que
no me he ausentado de la terraza, pero ustedes no tienen más que mi palabra; por lo tanto, eso no es
suficiente y son necesarias pruebas.
—Me encontraba con el doctor y Lombard, los dos pueden testimoniarlo —dijo Blove.
—Usted ha vuelto a la casa para buscar una cuerda —precisó Armstrong.
—Perfectamente, no he hecho nada más que ir y venir; usted lo sabe de sobra.
—Usted ha estado demasiado… lejos.
—¿Qué demonios insinúa usted, doctor?
—Solamente digo que ha tardado en volver —repitió Armstrong.
—¡Claro! He tenido que buscarla, pues no se echa las manos encima a un rollo de cuerda
cuando no se sabe dónde está.
Wargrave intervino.
—Durante la ausencia del inspector, ¿ustedes estuvieron juntos, señores Armstrong y Lombard?
— Buscaba el sitio mejor para poder enviar señales heliográficas a la costa — respondió
sonriendo Lombard—. Me ausenté un minuto o dos.
—Es exacto —declaró el doctor, afirmando con un movimiento de cabeza—. No ha tenido
tiempo suficiente para realizar un asesinato, puedo jurarlo.
—¿Alguno de ustedes consultó el reloj? —preguntó el juez.
—No, claro que no.
—Además yo no lo llevaba.
—Un minuto o dos, eso es muy impreciso —murmuró Wargrave.
Volvió la cabeza hacia miss Brent, que continuaba con el cuerpo erguido y su labor en la falda.
—Miss Brent, ¿qué hizo usted esta mañana?
—En compañía de miss Claythorne he subido a la cima de la isla y después me he sentado en la
terraza a tomar el sol.
—No recuerdo haberla visto —recalcó Wargrave.
—No es extraño, pues me encontraba al amparo del viento, en el rincón del este, junto a la casa.
—¿Y ha estado usted allí hasta la hora de la comida?
—Sí, señor.
—Ahora, a su vez, miss Claythorne —continuó el viejo magistrado—, hable usted.
—Esta mañana me he paseado, en efecto, con miss Brent. Después he estado dando una vuelta
por la isla y me he sentado al lado del general para charlar un rato.
—¿Qué hora sería en aquel momento? —la interrumpió el juez.
Por primera vez la respuesta de Vera fue evasiva.
—No sé con certeza. Seguramente una hora antes de la comida o un poco más.
—¿Era antes o después de que nosotros le habláramos? —preguntó Blove.
—Lo ignoro. De todas maneras le encontré muy raro.
—¿En qué sentido lo juzga raro? —insistió Wargrave.
Vera respondió en voz baja y temblorosa:
—Me dijo que íbamos a morir todos… y que él esperaba su fin. Me asustó…
El juez admitió con un movimiento de cabeza y preguntóle:
—Y después, ¿qué hizo?
—Volví a la casa y antes del almuerzo salí de nuevo y estuve detrás de la finca. Todo el día me
he sentido muy nerviosa.
—No queda más que Rogers por preguntar, aunque dudo que la declaración pueda añadir algo
más a lo que ya conocemos.
Rogers, convocado ante este tribunal improvisado, no tenía gran cosa que decir. Toda la mañana
había trabajado en el arreglo de la casa y en preparar la comida.
Antes de ésta, llevó los combinados a la terraza y después subió a su habitación para recoger sus
ropas personales y trasladarlas a otra habitación. En toda la mañana no había mirado por las ventanas
y por tanto no sabía nada que pudiese esclarecer el misterio de la muerte del general. En todo caso él
juraba que al poner los cubiertos había visto los ocho negritos de porcelana sobre la mesa del
comedor.
Cuando el criado terminó de declarar se produjo un silencio.
Luego el juez Wargrave carraspeó y Lombard murmuró al oído de Vera:
—Ahora verá cómo el juez va a resumir nuestras declaraciones.
—Hemos hecho, con toda nuestra competencia, la encuesta de las circunstancias que envuelven
las tres muertes que nos ocupan. Hay muchas probabilidades contra ciertas personas, pero no
podemos, sin embargo, declarar de forma fehaciente a los demás inocentes en toda complicidad.
Reitero mi afirmación de que existe un asesino peligroso y probablemente loco entre las siete
personas aquí reunidas. Nada nos deja adivinar quién es. Por ahora, lo único que podemos hacer es
tomar las medidas necesarias para ponernos en comunicación con la costa y pedir auxilio. Si el
socorro tardase, lo cual es de suponer, dado el estado del mar, debemos tomar toda clase de medidas
para asegurar nuestras vidas. Yo les estaré muy agradecido si me exponen las ideas que les sugieran
estas cuestiones. Entretanto, recomiendo a cada uno que esté alerta, pues hasta aquí la tarea del
asesino ha sido muy fácil, dado que sus víctimas estaban confiadas. De ahora en adelante el deber nos
ordena sospechar los unos de los otros. Un hombre advertido vale por dos. Les prevengo para que no
se expongan a ningún riesgo y se guarden de los peligros. Es todo lo que tengo que decirles por el
momento.
Lombard murmuró irónico:
—Se levanta la sesión.