—Y sobre todo delante de testigos —terminó Lombard, riéndose—. Pero esté usted tranquilo,
que no diré nada. Por lo menos espero que ganaría usted mucho dinero.
—El negocio no me dio lo que yo esperaba. Los Pudcel era una banda de harapientos; sin
embargo, logré un ascenso.
—Y a Landor le condenaron a trabajos forzados a perpetuidad y murió en la cárcel.
—¿Podía yo adivinar que iba a morir?
—No. ¡De aquí su mala suerte!
—¿Mi mala suerte? La de él, querrá decir.
—La de usted también. Porque ha tenido como resultado que su vida sea acortada de un modo
desagradable.
—¡Que se cree usted eso! —le contestó Blove, mirándole fijamente—. ¿Usted cree que me voy
a dejar coger como Rogers y los demás? Esté tranquilo, que sé guardarme bien.
—A pesar de todo, no quiero apostar, pues si usted muere yo no cobraría.
—¿Qué es lo que me está contando?
—Le digo que no tiene ninguna posibilidad de escapar a su destino. Su falta de imaginación
hace de usted un blanco ideal: un criminal tan astuto como U. N. Owen le cogerá en sus redes,
cuando quiera.
La cara de Blove, enrojeció y preguntó con rabia:
—¿Y a usted, mister Lombard?
Los rasgos de Philip Lombard se endurecieron al responder:
—Yo soy un hombre de recursos y me he encontrado en situaciones más peligrosas aún, de las
que salí indemne… Y espero salir de ésta, no diré con mayor ventaja…
Los huevos se estaban friendo. Vera, que estaba tostando el pan, pensaba al mismo tiempo:
«¿Por qué me ha atacado esa crisis de nervios? He sido una ridícula y he cometido un error. Hay
que tener calma, mucha calma.»
Hasta entonces ella había conservado siempre su sangre fría.
«Miss Claythorne ha dado pruebas de mucha sangre fría; sin dudar se lanzó al agua para
socorrer al niño Ciryl…»
¿Por qué evocar ese recuerdo? Todo pertenecía al pasado… al pasado… Ciryl había
desaparecido mucho antes que ella llegase a las rocas. Sintió que la corriente le llevaba y se dejó
arrastrar, flotando, y por fin la canoa de salvamento… La felicitaron por su coraje y sangre fría.
«Todos a excepción de Hugo, que solamente la miró a los ojos.»
¡Oh! ¡Cómo sufría pensando en Hugo después de tanto tiempo! ¿Dónde estaría? ¿Qué haría?
¿Tendría novia? ¿Estaría casado, quizá?
Emily Brent la volvió a la realidad.
—¡Vera, el pan se está quemando!
—Perdóneme, miss Brent, estoy aturdida.
Emily Brent sacaba de la sartén el último huevo frito. Disponiendo otro pedazo de pan para
tostarlo, Vera observó:
—Usted tiene una calma extraordinaria, miss Brent.
—Me enseñaron en mi juventud a dominar los nervios y a no causar molestias.
—Entonces, ¿no tiene miedo? —Vera hizo una pausa y añadió—: ¿O no teme a la muerte?
¡Morir! Emily Brent tuvo una sensación como si una aguja le traspasase la cabeza. ¿Morir? Los
demás morían, pero no ella… Esta Vera no comprendía nada. Los Brent no habían tenido jamás
miedo. Sus antepasados estuvieron al servicio del rey y afrontaron la muerte con serenidad. Llevaron
una vida tan recta como ella… Jamás había hecho algo que la hiciese sonrojarse. «El señor vela por
los suyos.
No temáis los terrores de la noche, ni la flecha que golpea el día…» ¡Estamos en pleno día; la
luz alejaba los fantasmas! «Ninguno de nosotros abandonará esta isla.» ¿Quién dijo estas palabras? El
general MacArthur, cuyo primo estaba casado con Elsie MacPherson. No parecía que le hubiese
atormentado esta idea y la acogió con serenidad. ¡Fue impío! Ciertas personas hacen tan poco caso de
la muerte, que se suprimen ellos mismos. Beatriz Taylor. Esta noche pasada soñó son Beatriz. La veía
apoyada en la ventana, la cara pegada a los vidrios, suplicándole que la dejase entrar. Pero ella la
había dejado fuera. De haberle permitido entrar en su cuarto, aquella gran desgracia no hubiese
ocurrido.
Emily tembló. Su joven amiga la miraba de forma extraña; entonces dijo vivamente:
—¿Todo está dispuesto? Vamos a servir el desayuno.
Ese desayuno se salió de lo corriente. Cada uno mostróse extremadamente solícito con su vecino
de mesa.
—Miss Brent, ¿puedo servirle el café?
—Mis Claythorne, ¿quiere una lonja de jamón?
—¿Un poco más de asado?
Había seis personas, todas aparentemente normales y dueñas de su sangre fría. Pero en su fuero
interno las ideas daban vueltas como ardillas enjauladas.
¿A quién le tocará? ¿A quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Lo logrará esta vez?
Me lo pregunto. ¡Si me diesen tiempo! Dios mío, ¿me dejarán tiempo?
Locura mística… eso es, seguramente. Mirándola, jamás se dudaría. ¿Y si me equivocase?
Pierdo la cabeza. Mi lana ha desaparecido… las cortinas rojas también… esto no tiene sentido.
No comprendo nada ni veo jota.
¡Esta especie de cretino se ha tragado todo lo que le he contado! ¡Atención, sin embargo!
Seis negritos de porcelana… No quedan más que seis. ¿Cuántos habrá esta noche?
Todo eso pensaban, inquietos, en tanto comían.
—¿Quién quiere el último huevo?
—¿Un poco de mermelada?
—Gracias. ¿Un pastelillo?
Eran seis a desayunar y todos se conducían como seres normales.