—¿Alguien quiere tomar el té? —preguntó Vera.
Durante un momento hubo silencio.
—Yo tomaría una taza muy gustoso —dijo Blove.
Vera se levantó y añadió:
—Voy a prepararlo. Todos ustedes se pueden quedar aquí.
Wargrave le dijo muy amablemente:
—Preferimos, me parece, seguirla y mirarla cómo lo hace, querida señorita.
Vera le miró fijamente y le contestó, con una risita nerviosa:
—¡Naturalmente, ya me lo esperaba!
Los cinco se fueron a la cocina. Vera preparó el té y bebió una taza acompañando a Blove. Los
otros bebieron whisky… Descorcharon una botella y cogieron un sifón de una caja que todavía no se
había abierto.
—¡Dos precauciones —murmuró Wargrave— valen más que una!
Volvieron al salón, y aun cuando estaban en verano, la estancia quedaba oscura. Lombard dio la
vuelta a la llave de la luz y no se encendieron las lámparas.
— No es extraordinario — indicó Lombard —. El motor no funciona; Rogers ya no puede
cuidarse de él. Podríamos ir a ponerlo en marcha.
—He visto un paquete de velas en el armario. Es mejor usarlas —indicó el juez.
Lombard salió de la habitación. Los otros cuatro continuaron espiándose.
El capitán volvió con una caja de bujías y un montón de platillos. Encendieron cinco y las
colocaron en diferentes sitios del salón.
Eran las seis menos cuarto.
A las seis y veinte, Vera, cansada de estar sentada y sin moverse, tomó la decisión de irse a su
dormitorio y mojarse la cara y las sienes con agua fría.
Levantándose, se dirigió hacia la puerta, pero retrocedió en seguida para tomar una vela de la
caja, encendiéndola y, dejando caer algunas gotas de cera en un platillo para asegurarse así de que no
cayese, salió del salón.
Llegó ante la puerta de su cuarto y, al abrirla retrocedió, quedándose inmóvil… las aletas de su
nariz se estremecieron… el mar… sentía el olor del mar de Saint Treddennic… Si eso era, no podía
equivocarse. Pero en una isla no tenía nada de raro que se respirase la brisa del mar, pero Vera
experimentaba una impresión diferente. Este olor era el mismo que el de aquel día en la playa…
cuando la marea bajaba y dejaba al descubierto las rocas cubiertas de algas, secándose al sol.
«¿Puedo nadar hasta la isla, mis Claythorne? ¿Por qué no me deja ir hasta allí?»
«¡Qué niño más mimado! Sin él, Hugo hubiese sido rico… y libre de casarse con la mujer que
amaba…»
«Hugo… Hugo… estaría seguramente cerca de ella… quizá le esperaba en su habitación.»
Avanzó un paso y la corriente de aire apagó la vela. En la oscuridad, Vera tuvo miedo.
«¡No seas tan tonta! ¡Por qué atormentarte? Los demás están abajo y no hay nadie en mi cuarto;
me forjo unas ideas tan ridículas…»
Pero este olor… ¡este olor que evocaba la playa de Saint Treddennic…! no era imaginación,
sino realidad. Seguro; había alguien en la habitación… oyó un ruido, estaba persuadida de ello… una
mano fría y viscosa le tocó la garganta… una mano mojada oliendo a mar.
Vera lanzó un grito. Un grito penetrante y prolongado. El pánico se había apoderado de todo su
ser. Gritó pidiendo socorro. No oyó el ruido que procedía del salón. Una silla cayó. Una puerta
abierta violentamente y pasos que subían corriendo por la escalera. Vera era presa del terror.
En seguida las luces alumbraron la entrada de su habitación y todos entraron en ella. Vera
recuperó un poco la serenidad.
—¡Dios mío! ¿Qué me ha pasado? ¿Qué es esto?
Estremeciéndose, cayó desvanecida. Le pareció que alguien, inclinado sobre ella, le obligaba a
bajar la cabeza hasta las rodillas. Escuchó una exclamación. «¡Por favor, miren!» Al mismo tiempo,
Vera se reanimó. Abriendo mucho los ojos, levantó la cabeza y vio lo que los hombres habían
percibido a la luz de las bujías.
Una cinta muy larga y húmeda colgaba del techo. Esto era lo que en la oscuridad le había rozado
el cuello y que tomó por una mano viscosa, la mano de un ahogado vuelto del reino de las sombras
para quitarle la vida…
Vera se echó a reír. Era un alga marina… sólo un alga lo que sintió. De nuevo perdió el
conocimiento. Olas enormes se echaban sobre ella. Una vez más, alguien apoyábase fuertemente
sobre su cabeza, obligándola a doblar la espalda.
Le daban algo para beber y le ponían el vaso entre sus dientes. Sintió el olor del alcohol. Iba a
beber agradecida, cuando una voz interior, una señal de alarma, resonó en su cabeza… Se enderezó y
rechazó la bebida.
Con un tono seco, áspero, inquirió:
—¿De dónde viene esta bebida? Antes de responder, Blove la miró intensamente.
—He ido a buscarla abajo.
—No quiero beberla.
Después de un momento de silencio Lombard se echó a reír y añadió:
—¡Enhorabuena, Vera! Usted no pierde tan pronto la cabeza, a pesar del miedo que ha pasado
hace un instante. Voy a buscar una botella que esté sin descorchar.
Sin saber lo que decía, Vera exclamó:
—Ya estoy mucho mejor. Prefiero beber un poco de agua.
Sostenida por el doctor Armstrong, se puso en pie, dirigiéndose al lavabo agarrada al doctor para
no caerse. Abrió el grifo y llenó un vaso.