—Este coñac es inofensivo —dijo picado Blove.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntóle Armstrong.
—No he echado nada dentro —protestó Blove furiosamente—. Usted quisiera hacer creer lo
contrario.
—No le acuso de nada, pero usted u otra persona habría podido envenenar esa bebida.
Lombard volvió en seguida con otra botella de whisky y un sacacorchos; dio la botella a Vera
para que viera que estaba intacta.
—Tenga, muñeca, no la engañarán esta vez.
Quitó la cápsula de estaño y descorchó la botella.
—Por fortuna la provisión de licores no se agotara tan fácilmente. Este U. N. Owen es la
previsión en persona.
Vera se estremeció violentamente.
Armstrong tendió su vaso, en tanto Philip lo llenaba. Este aconsejó:
—Beba, miss, acaba de sufrir un gran susto.
Vera mojó sus labios en el vaso, y los colores reaparecieron en sus mejillas.
—Afortunadamente —dijo riéndose, Lombard—, he aquí un crimen que no se ha logrado
conforme al programa.
—¿Usted cree que querían matarme? —preguntó Vera.
—Esperaban… —añadió Lombard— a que muriese del susto. Esto ocurre a muchas personas.
¿Verdad, doctor?
Sin comprometerse, Armstrong respondió, ligeramente incrédulo:
—¡Hum! Nada se puede afirmar. Miss Claythorne es joven y fuerte… no padece debilidad
cardíaca… por otra parte.
Cogió un vaso de coñac traído por Blove y mojó el dedo, probándolo después con precaución.
Su expresión no cambió, añadiendo con cierta desconfianza en su voz:
—Tiene el sabor normal.
Blove se abalanzó colérico contra el doctor.
—Diga que lo he envenenado, y le aseguro que le rompo la cara.
Vera, reconfortada gracias al coñac, desvió la conversación, preguntando:
—¿Dónde está mister Wargrave?
Los tres hombres cruzaron sus miradas.
—¡Qué raro, creía que había subido con nosotros!
—También yo —dijo Blove—. Doctor, usted subía detrás de mí.
—Tenía la impresión —añadió Armstrong— de que me seguía. Claro que como es un viejo
anda más despacio que nosotros.
—No lo comprendo —dijo Lombard.
—Vamos a buscarle —propuso Blove.
Se dirigió hacia la puerta, los otros dos hombres le siguieron y Vera cerraba la puerta. Cuando
bajaban la escalera, Armstrong expuso:
—Seguramente debe haberse quedado en el salón.
Atravesaron el vestíbulo y el doctor llamó al juez en voz alta:
—Wargrave, Wargrave, ¿dónde está usted?
¡Ninguna respuesta! Un silencio mortal quebrado tan sólo por el ruido monótono de la lluvia.
Cuando llegaron a la entrada del salón, Armstrong se detuvo. Los demás, tras él, miraban por
encima de sus hombros. ¡Alguien lanzó un grito!
El juez Wargrave estabasentado al fondo de la habitación en una butaca de alto respaldo. Dos
bujías brillaban en cada uno de sus lados. Pero lo que más les sorprendió fue que estaba vestido con
su toga roja de magistrado y la peluca sobre su cabeza.
El doctor hizo un signo a los demás para que retrocedieran. Atravesó la habitación como un
hombre ebrio y se acercó al juez. Con la mirada fija en él, se inclinó sobre el magistrado y examinó
su semblante inerte. Con gesto brusco le quitó la peluca, ésta cayó al suelo, dejando al descubierto la
frente, en la que apareció un agujero redondo, teñido de rojo, de donde salía una sustancia viscosa.
Armstrong le levantó la mano, tomándole el pulso; volvióse a los demás y les dijo emocionado:
—Ha sido muerto de un tiro.
—¡Dios mío…! —gritó Blove—: ¡El revólver!
—Ha recibido la bala en mitad de la cabeza, la muerte fue instantánea —afirmó el doctor.
Vera se paró delante de la peluca y dijo con voz en que el horror y el miedo la angustiaban:
—¡La lana gris que perdió miss Brent…!
—Y la cortina de hule rojo —añadió Blove— que faltaba en el cuarto de baño.
—He aquí la causa —observó Vera— de la desaparición de esos objetos.
De repente Lombard estalló en una risa nerviosa, y recitaba al mismo tiempo.
—¡Cinco negritos estudiaron Derecho y uno de ellos se doctoró y quedaron cuatro! Este es el
final de Wargrave, el juez sanguinario. ¡Ya no se pondrá más el birrete negro! ¡Ya no enviará más
inocentes al cadalso! ¡Por ultima vez ha presidido el tribunal! ¡Lo que se reiría Edward Seton si se
encontrase aquí!
Esta explosión de cólera escandalizó a los demás.
— No sea así — exclamó Vera —. Esta mañana usted mismo le acusaba de ser el asesino
desconocido.
La cara de Lombard cambió de expresión. Ya calmado, dijo en voz baja:
— En efecto, le he acusado… pero me equivoqué. Otro de nosotros que reconocemos era
inocente… ¡demasiado tarde!