—En efecto —aprobó Blove. Reflexionó un minuto y siguió diciendo—: En este caso la isla no
tiene colección zoológica para ajustarse a la estrofa siguiente. Tendrá que buscarla para conseguir sus
fines.
La joven les gritó:
—¡Ustedes no saben nada! El zoo, la colección zoológica… ¡somos nosotros! Ayer noche no
teníamos nada de seres humanos, se lo aseguro… ¡Nosotros formamos el parque zoológico!
Pasaron la mañana sobre las rocas del acantilado dirigiendo por todas partes, con un espejo, los
rayos del sol hacia la costa. Nadie parecía ver sus señales; en todo caso, no respondían. El tiempo era
bueno, una ligera niebla flotaba. A sus pies el mar rugía con sus olas gigantescas.
Ningún barco aparecía en el horizonte.
Hicieron un nuevo registro por la isla sin resultado.
Vera miró hacia la casa y no pudo por menos de exclamar:
—Estamos mejor aquí, al aire libre, que en la casa. No debemos volver a ella.
— Su idea es excelente — observó Lombard —. Aquí estamos más seguros, pues vemos si
alguien sube y nos quiere atacar.
—Quedémonos aquí —concluyó Vera.
—Me parece muy bien —observó Blove—. Pero tendremos que ir esta noche a dormir.
—Esta idea me horroriza —dijo Vera, estremeciéndose—. No podría soportar otra noche como
la que acabamos de pasar.
—No tenga miedo —le consoló Lombard—. En cuanto esté usted encerrada se sentirá segura.
Vera murmuró no muy tranquila aún:
—Quizá sí… ¡Es muy agradable volver a ver el sol!
«¡Qué raro! Estoy casi contenta y sin embargo sigue el peligro. Será por el aire que me da
fuerzas… y me siento invulnerable a la muerte», pensaba.
Blove miró su reloj de pulsera.
—Las dos. ¿Comemos?
—Le repito lo de antes —contestó Vera con obstinación—. No entraré en la casa. Me quedo
aquí… respiro a pleno pulmón.
— Vamos, no sea así, miss Claythorne, sea razonable. Hay que tomar algún alimento para
sostener nuestras fuerzas.
—La sola idea de una lata de lengua en conserva me produce náuseas —dijo Vera—. No quiero
comer absolutamente nada. Ciertas personas sometidas a régimen pasan a veces muchos días sin
probar bocado.
—Pues yo —añadió Blove— tengo que comer tres veces al día. ¿Y usted, Lombard?
—Tampoco me vuelvo loco por la lengua en conserva. Haré compañía a miss Vera.
Blove dudaba si marcharse y Vera le indicó:
—No tema por mí. No pienso que pueda matarme Lombard, en cuanto usted vuelva la espalda.
Si es eso lo que le detiene, váyase tranquilo.
—Si así piensa, peor para usted. Aunque no deberíamos separarnos.
—¿Es absolutamente preciso que vaya usted a la guarida de la fiera?
—Le acompañaré si quiere —ofreció amablemente Lombard.
—No, gracias. Quédese aquí.
Philip se echó a reír.
—¿Todavía sigo dándole miedo, Blove? Pero ¿no comprende que si tuviese ganas de pegarles
un tiro ahora a los dos, nadie podría impedírmelo?
—Sí, pero esto sería contrario al programa —observó Blove—. ¿No debemos desaparecer de
uno en uno y de cierta manera? En el fondo no me siento muy seguro al pensar que estaré solo en la
casa…
—Y —acabó Lombard con ironía— quisiera usted que yo le prestase mi revólver, ¿verdad? No,
amigo mío, eso sería demasiado fácil. No se lo presto.
Blove alzó los hombros y bajó la cuesta que conducía a la casa.
—Esto es cual la comida de las fieras del parque zoológico… A los animales les gusta comer a
horas fijas.
—¿Es que Blove peligra yendo a la casa? —preguntó Vera inquieta.
—No en el sentido que usted se imagina. Armstrong no tiene armas y físicamente Blove es dos
veces más fuerte que él… A mi juicio Armstrong no está en la casa… yo sé que no está…
—Entonces, si Armstrong no está…
—Es Blove, sin duda alguna —interrumpió Philip.
—¿De veras cree usted eso?
—Escúcheme, querida amiga. Usted ha oído la versión de Blove. Si la tiene por cierta, yo soy
inocente en absoluto de la desaparición del doctor. Sus palabras me disculpan pero no a él. Cuenta
haber oído pasos durante la noche y visto a un hombre huir por la puerta de delante, pero todo esto
pueden no ser sino mentiras. El ha podido desembarazarse de Armstrong sin impedimento alguno dos
horas antes.
—¿De qué manera?
Lombard encogió los hombros.
—Lo ignoramos. Pero si quiere creerme, sólo es temible una persona: ¡Blove…! ¿Qué sabemos
nosotros de él? Menos que nada. Probablemente no ha pertenecido nunca a la policía. Puede ser
cualquier cosa: un millonario quebrado… un hombre de negocios chiflado… un loco fugado de un
manicomio, un hecho permanece indiscutible: que él ha podido cometer toda esa serie de crímenes.
Vera palideció y murmuró suspirando:
—¿Y si entre tanto… nos atacara?
Lombard respondió dulcemente, acariciando en su bolsillo la culata de su revólver:
—Ya vigilo… ¡Esté tranquila!
Después miró a la joven con curiosidad.
— Ha puesto usted en mí una confianza absoluta, Vera; por ello me siento profundamente
conmovido… ¿por qué está tan convencida de que no he de matarla?
—Hay que confiar en alguien —respondió Vera—. Creo que se equivoca usted acusando a
Blove. Desconfío del doctor.
De repente se volvió hacia su compañero:
—¿No tiene usted la sensación de estar espiado todo el día?
—Eso son los nervios.
—¿Ha sufrido también, pues, esa sensación? —insistió Vera.
Temblorosa, se aproximó más hacia el joven.
—Dígame, ¿no piensa usted…?