Se interrumpió, pero al cabo de un instante, siguió diciendo:
—Una vez leí un libro en que se trataba de dos jueces enviados por el Tribunal Supremo a un
pueblecito de América, para aplicar justicia absoluta. Aquellos magistrados venían de un mundo
sobrenatural…
Lombard enarcó las espesas cejas y, burlándose, interrumpióla:
—¿Bajaban del cielo sin duda? No creo en lo sobrenatural. Nuestra cuestión es bien humana.
—En algún momento lo dudo.
Philip la miró un buen rato y declaró:
—Es el remordimiento que la persigue.
Tras un breve silencio, preguntó Lombard:
—Usted dejó que el niño se ahogara, ¿no es cierto?
Vera respondió indignada:
—¡No, no! ¡Le prohíbo que insinúe tal cosa!
Se puso a reír Lombard.
—¡Oh, sí!, pequeña, yo ignoro el motivo, pero adivino un hombre en todo eso.
Una repentina lasitud, un completo abatimiento abrumaron a la joven, que balbució con voz
monótona:
—Sí, hay un hombre…
—Gracias…, es todo lo que quería saber.
Vera se puso rígida de pronto y exclamó con voz ahogada por el miedo:
—¿No ha oído, Lombard? Creyérase un temblor de tierra.
—No, pero es raro, se ha producido como una sacudida y hasta me parece haber oído un grito.
¿Y usted, lo oyó también?
Los dos se miraron y volvieron sus ojos hacia la casa.
—El ruido ha venido de ese lado. Vamos a ver por qué pasa.
—No, yo no voy —dijo ella.
—Como usted quiera, pero yo corro para ver lo que ha sucedido.
Contra su voluntad, Vera se resignó y le siguió.
Los dos llegaron a la casa. La terraza parecía un sitio apacible bajo el sol. Dudaron un instante
antes de entrar por la puerta principal y dieron la vuelta a la casa prudentemente. Descubrieron a
Blove tendido, con los brazos en cruz, sobre la terraza orientada al Este. La cabeza la tenía aplastada
por un enorme bloque de mármol blanco.
—¿Quién ocupaba —preguntó Lombard— la habitación de encima?
—Yo… Y reconozco el reloj de mármol que estaba en mi cuarto sobre la chimenea… tenía la
forma de un oso.
Y repitió excitada:
—¡Tenía la forma de un oso!
Philip la cogió por los hombros y con voz ronca de cólera le dijo:
—Ahora estamos seguros de que el doctor se oculta en algún sitio. Esta vez no se me escapa.
Vera le retuvo diciéndole:
—¡Descuide, por favor! Ahora nos toca a nosotros, pues lo que quiere es que vayamos en su
busca. Cuenta con ello.
—Tiene usted razón, quizá —dijo Lombard, cambiando de opinión.
—En este caso no me he equivocado; ya le decía que el doctor era culpable.
—¡Si es materialmente imposible! Blove y yo hemos registrado toda la isla palmo a palmo y
luego la casa. Hemos escudriñado todos los rincones de la casa y le juro que no hay sitio para
ocultarse en ella. ¡Es para volverse loco!
—Ustedes han debido equivocarse.
—Quisiera asegurarme.
—¿Usted quiere asegurarse? Eso es precisamente lo que espera. El le tiende esta emboscada.
—No olvide que tengo un revólver —dijo Lombard sacándoselo del bolsillo.
—Eso decía usted también de Blove, que era más fuerte que el doctor. Pero lo que no tiene usted
en cuenta es que se trata de un loco furioso y un loco es más peligroso que un ser normal. Desarrolla
dos veces más astucia y fuerza que nosotros.
—Bueno, quedémonos aquí —Lombard volvió a guardarse el revólver— ¿Qué vamos a hacer
cuando llegue la noche?
Vera no respondió y Lombard continuó irritado:
—Usted no piensa en eso.
Desesperada, repetía maquinalmente:
—¿Qué nos pasará, Dios mío? ¡Tengo miedo!
— El tiempo es bueno y tendremos luna. Podemos buscar un sitio en el acantilado. Allí
pasaremos la noche y sobre todo no debemos dormirnos. Montaremos la guardia toda la noche y si
sube alguien le mataré —tras una ligera pausa—: Claro que usted tendrá frío con ese traje tan ligero.
—¿Frío? Tendré más frío si muero —dijo Vera con sonrisa forzada.
Se levantó y dio algunos pasos, inquieta.
—Voy a volverme loca si me quedo aquí inmóvil. Caminemos un poco.
—Si usted quiere —asintió Lombard.
Lentamente anduvieron por el acantilado. El sol descendía hacia su ocaso y su luz tomaba
suaves tonalidades y les envolvía en su manto dorado.
—Lástima que no podamos bañarnos —dijo Vera sonriendo nerviosa.
Philip miraba al mar y de repente gritó:
—¿Qué hay ahí abajo? Usted no lo ve… cerca de esa roca… No… un poco más lejos a la
derecha.
Vera miraba fijamente al lugar indicado.
—Diría que es un paquete de ropa.
—¿Entonces es un bañista? ¡Qué extraño! Creo que es un montón de algas.
—Vamos a ver qué es —repuso ella.
—Son trajes —anunció Lombard—. Mire, un zapato. Venga por aquí.
Ayudándose con pies y manos avanzaron sobre las rocas. Vera se detuvo y dijo:
—No son ropas… es un hombre.
El cadáver estaba flotando, preso entre dos piedras, donde la marea lo había lanzado algunas
horas antes. Tras un último esfuerzo, Lombard y Vera llegaron junto al ahogado. Se inclinaron sobre
la cara descolorida y lívida… las facciones tumefactas.
—¡Dios mío! ¡Si es Armstrong! —exclamó Lombard.