Epílogo
Sir Thomas Legge, subjefe de policía de Scotland Yard, dijo enfadado:
—Pero ¡esa historia es increíble!
El inspector Maine respondió deferente:
—Ya lo sé, jefe.
El subjefe continuó:
—¡Diez personas muertas y ningún ser viviente en la isla del Negro! ¡Eso es absurdo!
—Esto es lo que hemos comprobado —replicó impasible Maine.
—¡Pardiez! Pero alguien debe de haberles matado.
—Eso es lo que nos extraña, jefe.
—¿Alguna indicación en el oficio que ha enviado el médico forense?
—No, jefe. Wargrave y Lombard han sido asesinados de un tiro de revólver. El primero en la
cabeza y el segundo en el corazón. Miss Brent por la absorción de una dosis muy fuerte de cianuro.
Mistress Rogers envenenada con cloral por la dosis excesiva como soporífero. Rogers con la cabeza
partida por un hacha. Blove aplastado su cráneo por un bloque de mármol. Armstrong ahogado.
MacArthur fractura del cráneo por un golpe en la nuca y Vera Claythorne, colgada.
—¡Buen asunto! ¿Y no ha podido obtener alguna información por los habitantes del pueblo?
¡Deben de saber alguna cosa!
El inspector Maine alzó los hombros con aire de duda.
—Es un pueblecito de pescadores. Saben que la isla fue comprada por un tal Owen y eso es
todo.
—¿Quién adquiría los víveres y tuvo cuidado del transporte de los invitados?
—Un tal Morris… Isaac Morris.
—¿Y qué dice de todo esto?
—No puede decir nada porque ha muerto.
El semblante de sir Legge se oscureció.
—¿Tenemos datos sobre ese Morris?
—Sí, y no muy buenos. No era un tipo muy recomendable. Estuvo complicado en el asunto de
Benito hace tres años… estamos seguros, aunque no tenemos pruebas. También estuvo mezclado en
el tráfico de estupefacientes, aunque por ahora tampoco tenemos pruebas. Este Morris era un hombre
extremadamente prudente.
—¿Y era él quien compraba para la isla del Negro?
—Sí, pero decía hacerlo por cuenta de un tercero, un cliente anónimo.
—Pero si hojeamos sus cuentas podríamos descubrir algo.
—Se ve que no conocía usted a Morris —dijo el inspector sonriendo—. Falsificaba las cifras
mejor que un experto contable y no veríamos nada. Ya sabemos algo de eso desde el asunto de
Benito. Ha debido embrollar las cuentas para que no descubriésemos nada.
Suspiró el jefe de policía y Maine prosiguió:
— Morris se cuidaba de todos los detalles — continuó Maine — con los proveedores,
presentándose como representante de mister Owen. Fue él el que explicó a la gente del pueblo que se
trataba de una prueba: «Unos amigos habían apostado vivir ocho días en una isla desierta…» Habían
entonces recomendado a los pueblerinos que no hicieran caso de las llamadas que pudieran hacer los
de la isla del Negro.
Descontento el jefe de policía se removió en su sillón.
—¿Usted quería hacerme creer que esas gentes no han sospechado nada?
—Usted olvida, jefe —respondió Maine—, que la isla del Negro perteneció antes al joven Elmer
Robson, el millonario americano. Daba recepciones fastuosas. Al principio los habitantes del pueblo
se extrañaban, pero acabaron por acostumbrarse a las extravagancias que pasaban en la isla. Si se
reflexiona, esta actitud de los aldeanos es lo más natural, jefe.
Este asintió contrariado.
— Fred Narracott — continuó Maine —, que condujo los invitados a la isla, me hizo una
observación muy significativa. Se extrañó de la clase de invitados de mister Owen. No tenían nada de
común con la clase de amigos del joven Robson. Les juzgó tranquilos y tan normales, que a pesar de
las órdenes de Morris se fue a la isla en cuanto oyó hablar de sus S.O.S.
—¿Cuándo fueron Narracott y sus hombres en su socorro?
—Las señales fueron percibidas el 11 por la mañana por un grupo de boy-scouts. Ese día fue
materialmente imposible llegar a la isla por el estado del mar. Sólo se pudo abordar en la tarde del 12.
Todos afirman que nadie pudo salir de la isla antes de la llegada de la canoa de socorro. Durante la
tempestad, el océano estaba enfurecido. Hay una distancia de kilómetro y medio de la isla a la costa y
las olas estallaban fuertemente contra los acantilados. Además, un grupo de boy- scouts y de
pescadores estaban en las rocas mirando la isla y observando los alrededores.
—A propósito —preguntó el subjefe—; ese disco del gramófono que encontró en la casa, ¿no le
ha servido de nada?
—Lo he averiguado. Fue hecho por un establecimiento especializado en accesorios para teatro y
cine. Lo enviaron a U. N. Owen por mediación de mister Isaac Morris, para una pieza teatral que
unos aficionados iban a representar por primera vez. El manuscrito fue remitido con el disco.