—¿Y qué decía el disco?
—Según las revelaciones emitidas por el gramófono he hecho una investigación a fondo sobre
todos los interesados, empezando por el matrimonio Rogers, que fueron los primeros en llegar a la
isla. Estos habían estado sirviendo a una tal miss Brady, que murió de repente. No he podido sacarle
gran cosa al doctor que la asistió. Según él, no envenenaron a la vieja, pero cree que murió debido a
una negligencia de sus criados. Y añadió que era una cosa imposible de probar. Continué con el juez
Wargrave. No hay nada que decir de él. Condenó a muerte a Seton y sabemos que era el culpable y la
prueba más fehaciente la tuvimos después de su muerte. Sin embargo, durante el proceso la gente
creía que era inocente y acusaba al juez de encubrir una venganza personal. La joven Claythorne,
según mis investigaciones, estaba de institutriz con una familia y el niño se ahogó. Nadie dice que
ella fue la culpable, pues trató de socorrer al pequeño. Se tiró al mar y fue arrastrada por la corriente
hacia dentro, salvándose de milagro.
—Siga, siga —apremió el jefe.
—El doctor Armstrong era un médico de moda de una integridad indiscutible; muy competente
en su profesión. Imposible acusarlo de una operación ilegal. Sin embargo estaba, en el año 1925, en
el hospital de Leithmore y una mujer llamada Cloes fue operada por él de apendicitis y murió en la
sala de operaciones. Puede ser que no tuviese aún mucha experiencia… pero no puede calificarse de
crimen una torpeza. Después viene miss Emily Brent. Beatriz Taylor estaba a su servicio. Viendo que
estaba embarazada, la echó de su casa y la joven, desesperada, se arrojó al río. El acto de miss Brent
no era caritativo, pero tampoco se puede calificar de crimen.
—Por lo que veo, el rasgo esencial y común a todas las víctimas —interrumpió sir Legge— es
que son criminales cuyas faltas escapan a la justicia. Continúe, por favor.
—El joven Marston era un conductor de la peor especie. Por dos veces tuvimos que quitarle el
permiso de conducir. Deberíamos haberle suspendido definitivamente. Los dos niños John y Lucy
Comes fueron atropellados por él no lejos de Cambridge. Amigos suyos declararon a su favor y se
salvó pagando una multa. En cuanto al general MacArthur, nada definitivo pesa sobre él. Una
brillante hoja de servicios… conducta ejemplar y valiente durante la Gran Guerra. Arthur Richmond
servía en Francia bajo sus órdenes y fue muerto en un ataque. Eran buenos amigos. En esa época las
equivocaciones eran corrientes, pues ya sabe usted que muchos oficiales y soldados fueron
sacrificados inútilmente… Sin duda se trató de un caso parecido. Llegamos a Philip Lombard. Ese
hombre ha estado mezclado en muchos escándalos en el extranjero. Una o dos veces rozó la cárcel.
Tenía la reputación de un hombre sin escrúpulos. Uno que no retrocede para nada ante muchos
crímenes a condición de sentirse al abrigo de las leyes. Llegó el turno a Blove; éste pertenecía a
nuestra corporación.
—Blove —le interrumpió sir Thomas— era un sinvergüenza. Siempre lo he juzgado así. Pero
sabía salir bien de los asuntos. Estoy convencido de que fue un perjuro en el asunto de Landor. Su
conducta me decepcionó mucho, pero no pude descubrir ninguna prueba contra él. Encargué a Harris
que hiciese una investigación y no encontró nada anormal. Pero mi opinión sigue siendo la misma.
No era una persona honrada.
Después de una pausa, sir Thomas Legge continuó:
—Entonces usted dice que Isaac Morris ha muerto. ¿Cuándo ocurrió?
—Esperaba esta pregunta, jefe. Morris murió durante la noche del 8 de agosto. Tomó una dosis
excesiva de soporíferos. Nada indica si fue accidente o suicidio.
El subjefe de policía le preguntó:
—¿Quiere usted saber mi opinión?
—La adivino algo, jefe.
—La muerte de Morris me parece ocurrir en un momento demasiado oportuno.
El inspector afirmó con la cabeza y dijo:
—También yo opino como usted, jefe.
Sir Thomas Legge dio un fuerte puñetazo sobre la mesa y dijo excitado:
—Toda esta historia es absurda, es increíble… inadmisible que diez personas sean asesinadas en
una roca en medio del mar… y que ignoremos quién ha cometido el crimen, en qué circunstancias y
con qué motivo.
—Permítame contradecirle, jefe —dijo Maine—, sobre este último motivo. Sabemos por qué ese
hombre ha matado. Seguramente es un loco imbuido en buscar criminales que la justicia ordinaria no
podía castigar. Escogió a diez; que fuesen culpables o inocentes a nosotros poco nos importa.
—¿Que no nos importa? —interrumpió sir Thomas—. Me parece…
Se interrumpió. El inspector Maine esperaba respetuosamente. Legge bajó la cabeza.
—Continúe inspector. Durante un minuto he tenido una especie de intuición… creí estar sobre la
pista, pero por desgracia se me ha escapado. Continúe, Maine.
— Nuestro maniático reunió en la isla del Negro a diez personas… digamos condenados a
muerte. Fueron ejecutados por U. N. Owen, quien cumplió su deseo, y se evaporó como el humo.
El jefe hizo notar:
—Esto sería un caso prodigioso de magia, Maine. Pero seguramente no tiene otra explicación.
— Usted se imagina, jefe, que si este hombre se encontraba en la isla, no ha podido
materialmente abandonarla y siguiendo las notas escritas por los interesados este mister Owen no
desembarcó jamás en la isla del Negro. Sólo queda una solución visible: ¡que Owen era uno de los
diez!