Capítulo IV
Llego a Hassanieh
Tres días después salí de Bagdad.
Sentí dejar a la señora Kelsey y a la pequeña, que era un encanto y crecía espléndidamente, ganando cada semana el número requerido de gramos. El mayor Kelsey me acompañó a la estación para despedirme. Llegaría a Kirkuk a la mañana siguiente y allí saldría alguien a esperarme.
Dormí muy mal Nunca duermo bien cuando viajo en tren y aquella noche soñé mucho. No obstante, a la mañana siguiente, cuando miré por la ventanilla vi que había amanecido un día espléndido. Me sentí interesada y curiosa acerca de la gente que iba a conocer.
Cuando bajé al andén me detuve indecisa, mirando a mi alrededor. Entonces vi a un joven que se dirigía hacia mí. Tenía una cara redonda y sonrosada. He de confesar que en mi vida había visto a alguien que se pareciera más a uno de los jóvenes personajes que crea el señor P. G. Wodehouse en sus libros.
—iHola, hola, hola! —dijo—. ¿Es usted la enfermera Leatheran? Bueno, quiero decir que debe ser usted... ya me doy cuenta. iJa, ja, ja! Me llamo Coleman. El doctor Leidner me envió a esperarla. ¿Qué tal se siente? i Vaya viajecito! ¿Eh? iSi conoceré yo estos trenes! Bien, ya está aquí... ¿ha desayunado? ¿Es éste su equipaje? Muy modesto, ¿no le parece? La señora Leidner tiene cuatro maletas y un baúl, sin contar una sombrerera, un almohadón de piel y otras muchas cosas. ¿Estoy hablando demasiado? Venga.
A la salida de la estación nos esperaba lo que, según me enteré después, se llamaba "rubia". Sus características participaban un poco de las de una furgoneta, un camión y un coche de turismo. El señor Coleman me ayudó a subir, explicándome que iría mejor en el asiento delantero, junto al conductor, donde acusaría menos el traqueteo.
i Traqueteo! iQuedé maravillada de que aquel armatoste no se deshiciera en mil pedazos! Allí no había nada que se pareciera a una carretera; sólo una especie de vereda llena de surcos y baches. i Vaya con el "glorioso este"! Cuando me acordé de las espléndidas pistas de Inglaterra, sentí que me invadía la nostalgia.
El señor Coleman se inclinó hacia mí desde el asiento que ocupaba, detrás del mío, y me gritó junto a la oreja:
—iEl camino está en muy buenas condiciones! —aulló justamente después de que habíamos sido lanzados de nuestros asientos, hasta tocar el techo con la cabeza.
Y parecía estar hablando en serio.
—Esto es muy bueno... estimula el hígado —dijo—. Usted debe saberlo, enfermera.
—Un hígado estimulado va a servirme de poco si me abre la cabeza — observé acerbamente.
—i Tenía que haber venido aquí después de una buena lluvia! Los patinazos son soberbios. La mayor parte del tiempo, el coche va de través.
A esto no respondí.
Al cabo de un rato tuvimos que cruzar un río, lo que hicimos en el trasbordador más estrambótico que darse pueda. El que lográramos pasar me pareció un milagro, pero los demás, por lo visto, consideraron aquello como la cosa más natural del mundo.
Nos costó casi cuatro horas llegar a Hassanieh. Con gran sorpresa por mi parte, vi que era una ciudad de amplias proporciones. Desde el otro lado del río, antes de llegar a ella, presentaba un bonito aspecto; blanco y como arrancada de las páginas de un libro de cuentos, con sus altos minaretes destacándose contra el cielo. No obstante, cuando se cruzaba el puente y se entraba en ella, la cosa variaba, el olor era desagradable; todo estaba desvencijado, ruinoso y el lodo y la porquería reinaban por doquier.
El señor Coleman me llevó a casa del doctor Reilly, donde, según me dijo, me esperaban para comer.
El doctor Reilly estuvo tan amable como de costumbre. Su casa tenía un aspecto atractivo; disponía de un cuarto de aseo y todo estaba limpio y reluciente. Tomé un baño delicioso y cuando me puse de nuevo el uniforme y bajé a comer, me sentí mucho mejor.
El almuerzo estabaservido. Entramos en el comedor, mientras el médico excusaba la ausencia de su hija, que según dijo, siempre llegaba tarde. Acabábamos de tomar un plato muy bueno de huevos en salsa, cuando entró la joven y el doctor Reilly me la presentó:
—Enfermera, ésta es mi hija Sheila.
Me estrechó la mano y me dijo que esperaba hubiera tenido un feliz viaJe. Luego se quitó el sombrero, hizo una fría inclinación de cabeza al señor Coleman y tomó asiento.
—Bueno, Bill, ¿cómo van las cosas? —preguntó.
El Joven empezó a hablarle acerca de una reunión que debía celebrarse en el club, y yo, entretanto, me dediqué a estudiarla.
No puedo decir que me gustara mucho. Su forma de pensar, tan fría, no me complacía. Una muchacha impulsiva y de buena presencia. Tenía el cabello negro y los ojos azules; una cara pálida y la consabida boca pintada. Su sarcástica forma de hablar casi llegó a molestarme. En cierta ocasión tuve a mi cargo una gran aprendiza como ella; una chica que trabajaba bien, lo admito, pero cuyas maneras tenían la virtud de encolerizarme.
Me pareció que el señor Coleman estaba algo chalado por ella. Tartamudeaba al hablar y su conversación se volvió un poco más necia que de costumbre, si es que ello era posible. Me dio la impresión de ser un perrazo atontado, que movía la cola y trataba de hacerse el gracioso.
Después del almuerzo el doctor Reilly se fue al hospital. El señor Coleman tenía que hacer algunas cosas en la ciudad y la señorita Reilly me preguntó si me gustaría dar una vuelta o prefería quedarme en casa. El señor Coleman, me dijo, volvería a buscarme dentro de una hora.
—¿Hay algo que ver por aquí? —inquirí.
—Algunos rincones pintorescos —contestó la señorita Reilly— Pero no sé si le gustarán. Están llenos de suciedad.
Por fin me llevó al club, que no estaba del todo mal. Daba vista al río y allí encontré varios periódicos y revistas.
Cuando regresamos a casa no había llegado todavía el señor Coleman. Nos sentamos y charlamos un rato. No fue cosa agradable. La joven me preguntó si conocía yo a la señora Leidner.
—No. Sólo conozco a su marido —contesté.
i Oh! Me agradaría saber qué opinará de ella.
No repliqué a este comentario. Y ella prosiguió:
—Me gusta mucho el doctor Leidner. Todos le quieren.
Eso es lo mismo que decir, pensé para mi capote, que no te gusta su mujer.