Seguí sin replicar y al poco rato me preguntó súbitamente:
—¿Qué le pasa a la señora Leidner? ¿Se lo ha dicho su marido?
No estaba dispuesta a cotillear sobre una paciente antes de haberla conocido; así es que contesté evasivamente:
—Tengo entendido que está un poco deprimida y necesita de alguien que la cuide.
La joven rió. Fue una risa desagradable y dura.
—iPor Dios! —dijo—. ¿Es que no tiene bastante con nueve personas para cuidarla?
—Supongo que todos tendrán algo que hacer —repliqué.
—¿Algo que hacer? Claro que lo tienen. Cuidar a Louise antes que nada... y ya se encarga ella de que sea así si se lo ha propuesto.
«No te gusta lo más mínimo», dije para mí.
—De todas formas —siguió la muchacha— no comprendo para qué necesita una enfermera profesional. Yo hubiera creído que una aficionada cuadraría mejor con sus métodos; pero no alguien que le meta un termómetro en la boca, le tome el pulso y reduzca todas las fantasías a hechos concretos.
He de reconocer que en aquel momento sentí curiosidad.
—¿Cree usted que en realidad no le pasa nada? —pregunté.
—iClaro que no le pasa nada! Esa mujer es más fuerte que un toro: "La pobrecita Louise no ha dormido". "Tiene ojeras". iNaturalmente... se las ha pintado con un lápiz! Cualquier cosa que llame la atención, que atraiga a todos a su alrededor para que la mimen.
Algo había de verdad en todo aquello, desde luego. Yo había visto casos, y como yo cualquier enfermera, de hipocondríacos cuya delicia era tener en constante movimiento a toda la familia. Y si un médico o una enfermera les dice: "A usted no le pasa nada", en primer lugar no le creen, y luego demuestran una indignación tan genuina como la verdadera.
Era muy posible que la señora Leidner fuera uno de estos casos. El marido, como es natural, sería el primer engañado. Los maridos, según he comprobado, son unos crédulos cuando se trata de enfermedades. Pero de todas formas aquello no cuadraba con lo que yo había visto antes. No coincidía, por ejemplo, con la palabra "segura".
Era curiosa la impresión que aquella palabra me había producido.
Reflexionando sobre ello, pregunté:
—¿Es nerviosa la señora Leidner? ¿Le ataca los nervios, por ejemplo, el vivir alejada de todo?
—¿Y de qué tiene que ponerse nerviosa allí? iCielo santo, si son diez! Y además tienen guardias, por las antigüedades que van acumulando. No, no está nerviosa... al menos...
Pareció que le asaltaba una idea y se detuvo. Al cabo de un momento prosiguió lentamente.
—Es extraño que diga usted eso.
—¿Por qué?
—El teniente de aviación Jarvis y yo fuimos hasta allí el otro día. Era por la mañana y muchos de ellos estaban en las excavaciones. La señora Leidner estaba escribiendo una carta y no nos oyó llegar. El criado que de costumbre nos acompañaba hasta el interior de la casa no se veía por allí, y mi acompañante y yo nos dirigimos hacia el porche. Al parecer, ella vio la sombra del teniente Jarvis reflejada en la pared y lanzó un grito. Después se excusó. Pensó que se trataba de un desconocido. Fue algo raro, pues aunque hubiera sido un desconocido, ¿qué necesidad había de asustarse?
Yo asentí pensativamente.
La señorita Reilly calló y luego habló de pronto.
—Yo no sé qué es lo que les pasa este año. Están todos fuera de sí. La señorita Johnson anda por ahí tan malhumorada que ni siquiera abre la boca para hablar. David tampoco habla si puede evitarlo. Bill, desde luego, no para ni un momento, pero su incesante parloteo parece agravar la situación de los otros. Carey tiene el aspecto del que espera algo que estalle de repente. Y todos se vigilan unos a otros como si... como si... iOh!, no lo sé, pero es extraño.
Es curioso, pensé, que dos personas tan diferentes como la señorita Reilly y el mayor Pennyman hayan coincidido en la misma idea.
En aquel momento entró con gran apresuramiento el señor Coleman.
Apresuramiento es poco, que digamos. Si hubiera llevado la lengua colgando y de pronto le hubiera salido una cola y la hubiera movido, no me hubiera sorprendido.