—Espero que será feliz aquí —dijo— y que no se aburrirá demasiado.
—No suelo aburrirme casi nunca —le aseguré—. La vida no es lo bastante larga como para permitirlo.
Ella no replicó. Continuó jugueteando con los objetos del lavabo, como si su pensamiento estuviera puesto en otra cosa.
De pronto fijó en mí sus ojos de color violeta.
—¿Qué le dijo exactamente mi marido, enfermera?
Por regla general, siempre se contesta de la misma forma a una pregunta así.
—Pues por lo que me contó, colegí que estaba usted un poco deprimida, señora Leidner —dije—; y que necesita a alguien que la cuide y le ayude en lo que sea, para quitarle toda clase de preocupaciones. La mujer inclinó la cabeza lentamente con aspecto pensativo.
—Sí —dijo—. Sí... eso irá muy bien.
Aquello era un poco enigmático, pero yo no estaba dispuesta a preguntar más. En lugar de ello dije:
—Espero que me dejará ayudarla en cuantas tareas tenga que hacer en la casa. No debe permitir que esté inactiva.
—Gracias, enfermera.
Luego tomó asiento en la cama, y con gran sorpresa mía empezó a hacerme gran cantidad de preguntas. Y digo con gran sorpresa mía porque desde que la vi estabasegura de que era toda una señora. Y las señoras raramente demuestran curiosidad acerca de los asuntos privados de los demás.
Pero la señora Leidner parecía interesada en conocer todo lo referente a mí. Dónde había hecho mis prácticas y si hacía mucho tiempo de ello. Qué fue lo que me trajo a Irak. Por qué el doctor Reilly me había recomendado para el empleo. Hasta me preguntó si había estado en América y si tenía allí parientes. También se interesó por una o dos cuestiones que entonces me parecieron fuera de lugar, pero cuyo significado comprendí más tarde.
Luego, de pronto, cambiaron sus maneras. Sonrió, cálida y afectuosamente, y me dijo que presentía que yo iba a servirle de mucho.
Se levantó y dijo:
—¿Le gustaría subir a la azotea para ver la puesta del sol? Es un espectáculo muy bonito a estas horas.
Accedí de buen agrado.
Cuando salíamos de la habitación me preguntó:
—¿Vino mucha gente en el tren de Bagdad? ¿Muchos hombres?
Le contesté que no me había fijado en nadie. En el coche restaurante había visto a dos franceses la noche anterior. Y a tres hombres que, por lo que hablaban, supuse que pertenecían a la compañía del oleoducto.
Ella asintió emitiendo un ligero sonido. Diríase como si hubiera sido un suspiro de alivio.
Subimos juntas a la azotea.
La señora Mercado estaba allí, sentada en el parapeto, y el doctor Leidner miraba, Inclinado, una porción de piezas y trozos de cerámica que había esparcidos en montones. Vi unas cosas grandes que llaman piedras de molino de mano, piedras en forma de mano de almirez y hachas de sílice. Y la más grande colección de cacharros de barro rotos que jamás vi. Sobre aquellos fragmentos se veían raros dibujos y pinturas.
—Venga acá —invitó la señora Mercado—. ¿Verdad que es... muy hermoso?
Ciertamente, era una espléndida puesta de sol. Hassanieh, en la distancia, ofrecía un espectáculo de ensueño, con el sol poniéndose tras la ciudad. El río Tigris, discurriendo entre sus anchas riberas, más parecía una cosa etérea que un río real.
—¿No es maravilloso, Eric? —dijo la señora Leidner.
Su marido levantó la mirada con aire abstraído.
—Sí, es maravilloso —murmuró sin ningún interés, y siguió escogiendo trozos de cerámica.
La señora Leidner sonrió y dijo.
—Los arqueólogos sólo miran lo que tienen bajo os pies, el firmamento no existe para ellos.
La señora Mercado lanzó una risita apagada.
—Son gente muy rara. Pronto se dará cuenta, enfermera —dijo.
Hizo una pausa y luego añadió:
—Todos nos hemos alegrado mucho de que viniera. De verdad. Nos tenía muy preocupados la señora Leidner, Louise.
—¿De veras?
La voz de la señora Leidner tenía un tono poco alentador.
—Sí. En realidad ha estado muy mala, enfermera. Nos ha dado más de un susto.
Cuando me dicen de alguien que está enfermo de los nervios, siempre pregunto: ¿Es que hay algo peor? Los nervios constituyen el centro y la médula de todo ser viviente, ¿verdad?
«Tate, tate», pensé para mi capote.
La señora Leidner replicó secamente: