Capítulo XI
Un asunto extraño
Me estoy limitando a contar solamente la parte en que personalmente intervine en el caso. Pasaré por alto lo ocurrido en las dos horas siguientes a la llegada del capitán Maitland, de la policía y del doctor Reilly. Reinó gran desasosiego entre los componentes de la expedición; se hicieron los interrogatorios de rigor y, en fin, se llevó a cabo toda la rutina que supongo se emplea en estos casos.
Opino que empezamos a dedicarnos verdaderamente al asunto cuando el doctor Reilly, hacia las cinco de la tarde, me dijo que le acompañara a la oficina. Cerró la puerta y tomó asiento en el sillón del doctor Leidner. Con un gesto me indicó que me sentara frente a él y dijo con rapidez:
—Vamos a ver, enfermera, si llegamos al fondo de esta cuestión. Hay algo raro en todo esto.
Sacó del bolsillo un cuaderno de notas.
—Hago esto para mi propio convencimiento —observó—; y ahora, dígame: ¿qué hora era cuando el doctor Leidner encontró el cuerpo de su mujer?
—Creo que eran exactamente las tres menos cuarto.
—¿Cómo lo sabe?
—Pues porque miré mi reloj cuando me levanté. Eran entonces las tres menos veinte.
—Déjeme dar un vistazo a su reloj.
Me lo quité de la muñeca y se lo entregué.
—Lleva usted la hora exacta. Excelente. Bien; ya tenemos un punto preciso. ¿Ha formado usted una opinión respecto a la hora en que ocurrió la muerte?
—Francamente, doctor, no me agrada asegurar una cosa tan delicada.
—No adopte ese aire profesional. Quiero ver si su parecer coincide con el mío.
—Pues bien; yo creo que hacía una hora que estaba ya muerta.
—Eso es. Yo examiné el cadáver a las cuatro y media, y me inclino a fijar la hora de la muerte entre la una y cuarto y la una cuarenta y cinco. En términos generales podemos poner la una y media. Eso es bastante aproximado. Me dijo que a esa hora estaba usted descansando. ¿Oyó algo?
—¿A la una y media? No, doctor. No oí nada; ni a esa hora ni a ninguna hora. Estuve en la cama desde la una menos cuarto hasta las tres menos veinte. No oí nada excepto el monótono canto del muchacho árabe y los gritos que, de vez en cuando, dirigía el señor Emmott al doctor Leidner, que estaba en la azotea —observé.
—El muchacho árabe... sí.
Se abrió la puerta en aquel momento y entraron el doctor Leidner y el capitán Maitland. Este último era un hombrecillo vivaracho, en cuya cara relucían unos astutos ojos grises. El doctor Reilly se levantó y cedió el sillón a su propietario.
—Siéntese, por favor. Me alegro de que haya venido. Le podemos necesitar. Hay algo verdaderamente raro en este asunto.
El doctor Leidner inclinó la cabeza.
—Ya lo sé —me miró—. Mi mujer se lo contó todo a la enfermera Leatheran. No debemos reservarnos nada en una ocasión como ésta, enfermera —me dijo—. Por lo tanto, haga el favor de contar al capitán Maitland y al doctor Reilly todo lo que pasó entre usted y mi mujer ayer por la tarde.
Relaté nuestra conversación lo más aproximadamente posible.
El capitán Maitland lanzaba unas breves exclamaciones de sorpresa.
Cuando terminó, se dirigió al doctor
—¿Es verdad todo esto, Leidner?
—Todo lo que ha dicho la enfermera Leatheran es cierto.
Calló y con los dedos tamborileó sobre la mesa.
—Es un asunto extraño —comentó—. ¿Puede usted contarme algo sobre él, Leidner?
—iQué historia tan extraordinaria! —exclamó el doctor Reilly— ¿Podría enseñarnos estas cartas?
—No me cabe la menor duda de que las encontraremos entre las cosas de mi mujer.
—Las sacó de una cartera que estaba sobre la mesa. Probablemente estarán todavía allí.
Frunció el ceño.
Se volvió hacia el capitán Maitland, y su cara, generalmente apacible, tomó una expresión rígida y áspera.