—Diez minutos —musitó Poirot—. Esos fatales diez minutos.
—Sepa usted, monsieur Poirot, que, sin proponérmelo, me figuro que le estoy poniendo sobre una pista falsa. Pensándolo bien, creo que, desde donde estaba, no pude oír ningún grito que profiriera la señora Leidner. El almacén estaba situado entre ella y yo... y tengo entendido que las ventanas de su habitación estaban cerradas.
—De todas formas, no se apene, mademoiselle —dijo Poirot, afablemente—. No tiene mayor importancia.
—No, desde luego que no. Lo comprendo. Pero a mí sí me importa porque estoy segura de que pude hacer algo.
—No te atormentes, Anne —dijo afectuosamente el doctor Leidner— Sé razonable. Posiblemente oíste a algún árabe que le gritaba a otro en el campo.
La señorita Johnson se sonrojó ligeramente ante la amabilidad de su tono. Hasta vi que le brotaban unas lágrimas. Volvió la cabeza y habló más ásperamente aún que de costumbre.
—Quizá fue eso. Después de una tragedia como ésta... se suelen imaginar cosas que nunca ocurrieron.
Poirot estaba consultando de nuevo su libro de notas.
—No creo que haya que decir nada más sobre esto. ¿Señor Carey?
Richard Carey habló lentamente, de una manera mecánica y ruda.
—Me parece que no puedo añadir nada que le sirva de ayuda. Estuve en las excavaciones. Allí me enteré de lo que pasaba.
—¿Y no sabe, no puede pensar en algo significativo que ocurriera en los días que precedieron al asesinato?
—No.
—¿Señor Coleman?
—No tengo nada que ver con esto —dijo el joven, con un tono en el que se notaba como una ligera sombra de pesadumbre—. Me fui a Hassanieh para traer dinero con que pagar a los jornaleros. Cuando volví, Emmott me contó lo que había pasado. Subí otra vez a la "rubia" y me fui a buscar a la policía y al doctor Reilly.
—¿Qué puede decirme de lo que ocurrió en los días precedentes
—Pues verá, señor. Las cosas andaban un tanto sobresaltadas; pero eso ya lo sabe usted. Hubo lo del almacén, y antes de ello, uno o dos sustos más... Los golpecitos y la cara de la ventana... ¿recuerda usted, señor? —se dirigió al doctor Leidner, quien inclinó la cabeza en mudo asentimiento—. Yo creo que encontrarán a algún fulano que se coló en la casa. Debió ser un tipo muy ingenioso.
Poirot lo contempló en silencio un momento.
—¿Es usted inglés, señor Coleman? —preguntó por fin.
—Eso es, señor. Por los cuatro costados. Vea la marca. Artículo garantizado.
—¿Es la primera vez que toma parte en una expedición?
—Ni más ni menos.
—¿Y siente usted una desmedida afición por la arqueología?
Aquella descripción pareció turbar al señor Coleman. Se sonrojó y lanzó una mirada de reojo al doctor Leidner, como si fuera un colegial travieso.
—Desde luego... es muy interesante —tartamudeó—. Quiero decir... que no soy lo que se dice un tipo listo.
Su voz se desvaneció y Poirot no quiso insistir más. Dio varios golpecitos en la mesa con el lápiz que tenía en la mano y enderezó el tintero que había frente a él.
—Al parecer —dijo— esto es todo lo que podemos hacer, de momento. Si alguien de ustedes recuerda cualquier cosa que le haya pasado por alto ahora, no dude en venir a consultármelo. Creo que ser conveniente que hable ahora a solas con el doctor Leidner y con el doctor Reilly.
Aquello fue la señal para una desbandada general. Nos levantamos y fuimos hacia la puerta. Pero cuando estaba a punto de salir, oí que me llamaban.
—Quizá la enfermera Leatheran tendrá la amabilidad de quedarse — añadió Poirot—. Creo que su ayuda nos puede valer de algo.
Volví a la mesa y me senté.