—¿Señorita Johnson? —invocó.
—Me parece que yo le puedo ser de muy poca ayuda —dijo ésta.
Su voz culta y refinada produjo un efecto sedativo tras la atiplada voz de la señora Mercado.
—Estuve trabajando en la sala de estar; tomando Impresiones en plastilina de unos sellos cilíndricos. —¿Y no oyó ni vio nada?
—No.
Poirot le dirigió una rápida mirada. Su oído había captado lo que el mío también notara... una ligera indecisión.
—¿Está usted completamente segura, mademoiselle? ¿No hay nada que recuerde vagamente?
—No... de veras...
—Algo que vio usted, digamos, por el rabillo del ojo, y de lo que no se dio perfecta cuenta.
—No; definitivamente, no —replicó ella con acento firme.
—Entonces, algo que oyó. Sí, algo que no está usted segura si oyó o no.
La señorita Johnson lanzó una risita nerviosa e irritada.
—¿No oyó usted nada más...? ¿El ruido al abrir y cerrar una puerta, por ejemplo?
La señorita Johnson sacudió la cabeza.
—Me acosa usted demasiado, monsieur Poirot. Temo que me esté animando a contarle cosas que, posiblemente, sean imaginaciones mías.
—Supongo que estaría usted sentada ante una mesa. ¿En qué dirección miraba? ¿Hacia el patio, el almacén, el porche o el campo?
La señorita Johnson contestó lentamente, como si sopesara sus palabras.
—Estaba mirando hacia el patio.
—¿Podía usted ver, desde donde estaba, el chico que lavaba los cacharros?
—Claro, aunque tenía que levantar la vista para ello. Pero, desde luego, estaba muy absorta en lo que hacía. Toda mi atención se centraba en mi trabajo.
—De haber pasado alguien ante la ventana del patio se hubiera usted dado cuenta, ¿verdad?
—Sí. Estoy segura de que sí.
—¿Y nadie lo hizo?
—No.
—¿Y si alguien hubiera pasado por el centro del patio, ¿lo hubiera usted visto también?
—Creo que... probablemente, no. A no ser que, como dije antes, hubiera levantado entonces la vista y hubiera mirado por la ventana.
—¿Se dio usted cuenta de que Abdullah dejó el trabajo y salió a reunirse con los demás criados?
—No.
—Entonces, ¿hay algo que usted... imaginó?
—He imaginado, pues, que hubo un momento en que oí un grito apagado... Es decir, me atrevería a asegurar que oí un grito. Estaban abiertas las ventanas de la sala de estar y se oía claramente el ruido que producían varios labradores en los campos de cebada. Y desde entonces me ronda por la cabeza que se trataba... que se trataba de la voz de la señora Leidner. Eso me ha tenido preocupada. Porque si me hubiera levantado en seguida y hubiera corrido a su habitación... bueno, ¿quién sabe? Tal vez hubiera llegado a tiempo.
El doctor Reilly intervino con voz autoritaria.
—Vamos, no empiece a darle vueltas a eso en la cabeza —dijo—. No tengo ninguna duda de que la señora Leidner fue derribada tan pronto como el asesino entró en su habitación, y que aquel golpe la mató. No la golpearon por segunda vez. De otra forma hubiera tenido tiempo de gritar y armar alboroto.
—No obstante, pude haber sorprendido al asesino —insistió la señorita Johnson.
—¿A qué hora fue eso, mademoiselle? —preguntó Poirot— ¿Alrededor de la una y media?
La señorita Johnson levantó la cabeza y declaró:
—Sí... poco más o menos a esa hora —dijo ella tras reflexionar un momento.
—Tal cosa encajaría en la cuestión —comentó Poirot, pensativamente.
Se produjo un silencio momentáneo.