iOh! Era una mujer muy lista —dije ansiosamente—. Instruida y enterada de muchas cosas. No tenía nada de vulgar.
Sonrió al mirarme.
—Ya me había dado cuenta de ello—repuso.
Pasó adelante. Se detuvo unos instantes ante el lavabo, sobre el que se veían una gran cantidad de botellas y tarros. Luego, de pronto, se arrodilló y examinó la alfombra.
El doctor Reilly y yo nos acercamos rápidamente a él Estaba examinando una manchita, que casi no se distinguía sobre el color castaño de la alfombra. En realidad, sólo se veía en un punto donde sobresalía sobre una de las manchas blancas.
—¿Qué me dice usted, doctor? —pregunté—. ¿Es sangre?
El doctor Reilly se arrodilló junto a Poirot. —Puede ser —opinó—. Me aseguraré, si quiere.
—Si es usted tan amable.
El señor Poirot examinó el jarro de agua y la palangana. El primero estaba al lado del lavabo. La palangana estaba vacía, pero allí junto a ella había una lata de petróleo llena de agua sucia.
El detective se volvió hacia mí.
—¿Recuerda usted, enfermera, si este jarro estaba aquí o sobre la palangana cuando, a la una menos cuarto, dejó a la señora Leidner?
—No estoy segura —repliqué al cabo de unos momentos—. Me parece que estaba sobre la palangana.
—iAh!
—Pero, verá usted —me apresuré a añadir—. Opino así porque de costumbre solía estar de dicha forma. Los criados lo dejan aquí desde el almuerzo. Creo que de no haber estado de tal modo me hubiera llamado la atención.
Asintió, como si estuviera justipreciando mi razonamiento.
—Sí, lo comprendo. Es el aprendizaje que tuvo usted en el hospital. De haber estado algo fuera de lugar lo hubiera usted arreglado como siguiendo una rutina... Y después del asesinato, ¿estaba todo como ahora?
—No me di cuenta entonces —afirmé—. Me fijé solamente en si había algún sitio donde alguien pudiera estar escondido. Y miré también por si el asesino había dejado algo que constituyera una pista.
—Es sangre —dijo entonces el doctor Reilly, levantándose—. ¿Tiene alguna importancia?
Poirot frunció el ceño, perplejo. Extendió las manos con un gesto petulante.
—No se lo puedo decir. ¿Cómo podría hacerlo? Tal vez no tenga ningún significado. Puedo suponer que el asesino la tocó, que se manchó las manos de sangre, aunque fuera poca, y que vino al lavabo y se lavó. Tal vez ocurrió así. Pero no puedo asegurarlo sin reflexión y asegurar que eso fue lo que pasó. Esta mancha puede carecer de toda importancia.
—No se derramó mucha sangre —comentó dubitativamente el médico — No llegó a salpicar. Brotó un poco de la herida. Aunque desde luego, si llegó a tocarla...
Me estremecí. En mi imaginación vi un cuadro repugnante. Era alguien, tal vez algún muchacho regordete que hacía las fotografias, derribando a la mujer y luego inclinándose sobre ella para tocar la herida con sus dedos. Y en su cara una horrorosa expresión de maldad, o quizá... de ferocidad y locura...
El doctor Reilly se dio cuenta de mi estremecimiento.
—¿Qué le pasa, enfermera? —preguntó.
—Nada... que se me ha puesto la piel de gallina —repliqué.
El señor Poirot dio la vuelta y me miró.
—Ya sé lo que necesita usted —observó—. Dentro de un rato, cuando hayamos terminado aquí y regrese con el doctor a Hassanieh, vendrá usted con nosotros. Le dará una taza de té a la enfermera Leatheran, ¿verdad, doctor?
—Encantado.
—i Oh, no, doctor! —protesté—. No quiero ni pensarlo.
Monsieur Poirot me dio un amistoso golpecito en la espalda. Fue un golpecito completamente inglés, desprovisto de la intención que pudiera tener al ser dado por un extranjero.
—Usted, ma soeur, hará lo que le diga —anunció—. Además, me será de utilidad. Hay muchas cosas más que necesito discutir, y no puedo hacerlo aquí, donde uno debe guardar cierto respeto. El buen doctor Leidner venera la memoria de su esposa y está completamente seguro de que todos los demás sienten lo mismo hacia ella. Pero eso, en mi opinión, no se comprende en la naturaleza humana. Necesitamos hablar de la señora Leidner... ¿cómo dicen ustedes?; iah, sí...!, sin llevar los guantes puestos. Quede, pues, convenido así. Cuando hayamos terminado aquí, vendrá con nosotros a Hassanieh.
—Supongo —dije— que de todas formas tendría que irme. Es algo embarazoso.
—No haga nada durante un par de días —dijo el doctor Reilly—. No estaría bien que se fuera antes del funeral.
—Así parece —repliqué—. ¿Y si me asesinan, doctor?
Lo dije medio en broma. El doctor Reilly lo tomó así, y me hubiera contestado en la misma forma, según pensé.
Pero monsieur Poirot, con gran sorpresa mía, se detuvo en mitad de la habitación y se llevó las manos a la cabeza.
iAh! Si ocurriera eso... —murmuró—. Existe el peligro... sí, un gran peligro... ¿Y qué puedo hacer yo? ¿Cómo podré prevenirlo?
—Por favor, monsieur Poirot —exclamé—. Sólo estaba bromeando. Me gustaría saber quién puede desear mi muerte.
—Su muerte... o la de otro —añadió.
No me gustó la forma cómo expresó aquello. Fue estremecedor.
—Pero, ¿por qué? —insistí
Me miró fijamente entonces.
—Bromeo, mademoiselle, y me río —dijo—. Pero hay algunas cosas que no son para tomar a broma. Hay cosas que he aprendido en mi profesión. Y una de ellas, la más terrible, es que... asesinar es una costumbre...