David Emmott le dijo algo que no logré entender y luego empezó a enseñarle cosas a monsieur Poirot. Caminamos lentamente por la desgastada senda.
—Espero que se habrán alegrado todos de volver a sus faenas contestó Poirot.
—Sí. Es lo mejor. No era fácil haraganear por la casa, tratando de entablar conversación con los demás.
—Sabiendo, además, que uno de ustedes es un seguro asesino.
El joven no contestó, ni hizo gesto alguno de desaprobación. Ahora me daba cuenta de que el muchacho había sospechado la verdad desde el principio, cuando interrogó a los criados.
Al cabo de unos momentos, preguntó completamente tranquilo:
—¿Ha conseguido usted algo, monsieur Poirot?
El detective replicó:
—¿Quiere usted ayudarme a conseguirlo?
—iClaro que sí!
Poirot lo miró fijamente y repuso:
—El eje de la cuestión es la señora Leidner. Quiero saberlo todo acerca de ella.
David Emmott preguntó, recalcando las palabras:
—¿Qué quiere significar usted al decir "todo acerca de ella"?
—No me refiero a saber de dónde vino, ni cuál fue su nombre de soltera. No quiero saber cuál era la forma de su cara, ni el color de sus ojos. Me refiero a ella... a ella misma.
—¿Cree usted que eso contará para algo en el caso?
—Estoy completamente seguro de ello.
Emmott guardó silencio durante unos instantes y luego añadió:
—Tal vez tenga razón.
—Y ahí es donde creo que ser usted capaz de ayudarme. Diciéndome qué clase de mujer era.
—¿De veras? A menudo me he preguntado eso yo mismo.
—¿No se formó usted todavía una opinión sobre el particular?
—Creo que al final la he formado.
¿Eh bien?
Pero el señor Emmott volvió a callarse durante unos momentos.
—¿Qué piensa la enfermera de ella? —dijo al fin—. Las mujeres, según aseguran por ahí, calibran pronto a las de su mismo sexo, y las enfermeras tienen ocasión de conocer multitud de tipos.
Aunque yo hubiera querido, Poirot no me dio ocasión de hablar. Intervino con presteza.
—Lo que necesito saber es lo que un hombre opinaba de ella.
Emmott sonrió.
—Supongo que, poco más o menos, todas son iguales. —Hizo una pausa y luego prosiguió—. No era joven, pero creo que tiene usted razón al decir que es el eje de la cuestión. Ahí era donde ella quería estar siempre, en el centro de las cosas. Y le gustaba dominar a las personas. Es decir, no le bastaba con que se la atendiera preferentemente en la mesa. Necesitaba que la gente se desnudara la mente y el alma para que ella las pudiera ver.
—¿Y si alguien no le daba gusto en eso? —preguntó Poirot.
—Entonces salía a relucir todo lo que había en ella de perverso.
Vi cómo apretaba los labios con resolución y se le contraían las mandíbulas.