—Supongo, señor Emmott, que no tendrá inconveniente en expresar su opinión extraoficial acerca de quién fue el que la mató.
—No lo sé —replicó el joven—. En realidad, no tengo ni la más mínima idea. Creo que de haberme encontrado en la situación de Carl... me refiero a Carl Reiter... hubiera intentado asesinarla. Era una diablesa para él. Aunque el chico lo estaba mereciendo por ser tan tonto. Con su actitud parece que está invitando a que le den un buen puntapié.
—¿Y la señora Leidner le dio... un puntapié? —inquirió Poirot
Emmott hizo una súbita mueca.
—No. Fueron pinchaditas con una aguja de bordar; ése era su método. El chico es irritante, desde luego. Como un mocoso llorón y pobre de espíritu. Pero una aguja es un arma dolorosa.
Dirigí una mirada a Poirot y me pareció ver un ligero temblor en sus labios.
—Pero, ¿no cree usted que Carl Reiter la mató?
—No. No creo que se deba matar a una mujer por el mero hecho de que le ponga a uno en ridículo en cada comida.
Poirot sacudió la cabeza con aire pensativo.
El señor Emmott presentaba a la señora Leidner bajo un aspecto inhumano por completo. Había que decir algo a su favor. Era cierto que en la actitud del señor Reiter había algo que despertaba la irritación de cualquiera. Se sobresaltaba cuando ella hablaba y hacía muchas tonterías, tales como servirle una y otra vez la mermelada, sabiendo de antemano que a ella no le gustaba. En ocasiones sentía el deseo de pincharle un poco yo misma.
Los hombres no comprenden de qué modo el amaneramiento afecta a los nervios femeninos y puede hacerlos estallar.
Pensé entonces que debía decírselo al señor Poirot en otra ocasión.
Habíamos llegado a la casa y el señor Emmott invitó al detective a que se lavara en su habitación. Hacia allí se dirigieron los dos y yo crucé rápidamente el patio y entré en mi cuarto.
Volví a salir casi al mismo tiempo que ellos. Nos dirigíamos hacia e comedor cuando el padre Lavigny abrió la puerta de su dormitorio y al ver a Poirot, le rogó que pasara un momento. El señor Emmott y yo entramos juntos en el comedor. La señorita Johnson y la señora Mercado estaban ya allí. Al cabo de unos minutos llegaron el señor Mercado, el señor Reiter y Bill Coleman.
Nos sentamos, y mientras Mercado enviaba al criado árabe para que avisara al padre Lavigny de que la comida estabaservida, nos dio un vuelco el corazón al oír un grito tenue y apagado. Supongo que nuestros nervios no estaban todavía muy tranquilos, pues dimos un salto y la señorita Johnson dijo, palideciendo:
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha ocurrido?
La señora Mercado la miró fijamente y después preguntó:
—¿Qué le pasa? Alguien gritó fuera, en el campo.
En aquel momento entraron Poirot y el padre Lavigny.
—Creíamos que se había lastimado alguien —observó la señorita Johnson.
—Mil perdones, mademoiselle —exclamó Poirot—. La culpa ha sido mía. El padre Lavigny me estaba enseñando unas tablillas. Me llevé una hacia la ventana para verla mejor, y, ma foi, no vi por dónde iba y tropecé. El dolor fue demasiado intenso y lancé un grito.
—Creíamos que era otro asesinato —dijo riendo la señora Mercado. —iMarie! —exclamó su marido.