Traté de olvidar deliberadamente quién era y qué hacía allí. Procuré que mi pensamiento volviera a la tarde del crimen. Yo era la señora Leidner, tendida allí, descansando pacíficamente, sin sospechar nada.
Es curiosa la forma en que puede llegar a excitarse la imaginación.
Yo soy una persona perfectamente normal y práctica, que no se deja asaltar fácilmente por la fantasía; pero puedo asegurar que después de estar allí tendida durante unos cinco minutos, empecé a imaginar cosas. No traté de resistir. Animé aquel sentido con toda deliberación.
Me dije:
—Yo soy la señora Leidner. Soy la señora Leidner. Estoy aquí tendida... medio dormida. Dentro de poco... dentro de muy poco... la puerta empezar a abrirse.
Seguí diciéndome aquello, como si estuviera hipnotizándome.
—Son cerca de la una y media... es justamente la hora... La puerta se abrirá... La puerta se abrirá... Veré quién entra..
Seguí con la vista fija en la puerta. Dentro de poco se abriría. La vería abrirse y vería también la persona que entrara.
Debí estar un poco fuera de mí, para imaginar que pudiera resolver el misterio de aquella forma.
Pero entonces estaba convencida de que lo conseguiría. Una especie de soplo helado pasó por mi espalda y quedó fijo en mis piernas. Las tenía entumecidas... paralizadas.
—Vas a quedarte en trance —me dije—. Y entonces, verás...
Y de nuevo repetí monótonamente, como inconsciente, una y otra vez:
—La puerta se abrirá... la puerta se abrirá...
El entumecimiento se acentuó.
Y entonces, lentamente, vi como la puerta empezaba a abrirse.
Fue horrible. Nunca conocí nada tan pavoroso. Estaba paralizada.. helada hasta los huesos. No podía moverme. No me hubiera movido por nada del mundo. El terror me hacía sentir enferma, muda y ciega a todo lo que no fuera aquella puerta. Se abría lenta... silenciosamente...
Dentro de un momento vería...
Lenta... lentamente... cada vez era mayor la abertura entre la puerta y el marco... Era Bill Coleman.
Debió recibir la impresión más grande de su vida.
Salté de la cama dando un grito y crucé de un brinco la habitación.
El muchacho se detuvo, con la cara más colorada que de costumbre y abriendo una boca de palmo.
—iHola, hola, hola! —dijo—. ¿Qué ocurre por aquí, enfermera?
Con un estremecimiento, volví a la realidad.
—iDios santo, señor Coleman! —exclamé—. iQué susto me ha dado!
—Lo siento —dijo él, haciendo una mueca.
Vi entonces que llevaba en la mano un ramo de ranúnculos de color escarlata. Eran unas florecillas muy bonitas que crecían en estado silvestre en las laderas del Tell A la señora Leidner le habían gustado mucho.
Se sonrojó violentamente al decir:
—En Hassanieh no se pueden conseguir flores. No está bien que en su tumba no haya ni un ramo. Y por ello pensé que podía venir y poner éste en el jarroncillo que tenía sobre la mesa. Para que vean que no se le olvida... ¿verdad? Ya sé que es un poco estrafalario, pero... bueno... tal era mi intención.
Opiné que era un rasgo muy delicado. El chico demostraba su embarazo, como todo buen inglés al que se sorprende haciendo una cosa de carácter sentimental. Sí; Bill tuvo un hermoso pensamiento.
—Pues yo creo que ha sido una idea muy delicada, señor Coleman expuse en voz alta.
Cogí el pequeño jarrón, fui a buscar agua y pusimos allí las flores.
Aquel rasgo del joven lo había ensalzado a mis ojos. Denotaba que tenía corazón y buenos sentimientos.
Le quedé muy agradecida por no preguntarme las causas de que soltara aquel alarido cuando entró él. De haber tenido que explicarlo, me hubiera sentido muy ridícula.
—En adelante, ten un poco de sentido común —me dije, mientras me arreglaba los puños y alisaba el delantal—. No tienes condición alguna para estas cosas del espiritismo.
Hice luego mi propio equipaje y estuve ocupada durante el resto del día.