Y añadió con acento irritado:
—¿Un hombre bizco? ¿Un hombre bizco? En ese cuento del hombre bizco hay algo más de lo que se ve a simple vista. No sé por qué diablos mis hombres no han podido atraparlo todavía.
—Posiblemente porque no es bizco —opinó sosegadamente Poirot.
—¿Quiere usted decir que imitaba ese defecto? No sabía que pudiera hacerse con fidelidad por mucho tiempo.
—Un estrabismo puede ser cosa de mucha utilidad.
—i Y tanto que sí! No sé qué daría por saber dónde se encuentra ahora ese tipo, bizco o normal.
—Barrunto que ya debe haber pasado la frontera siria —dijo Poirot.
—Hemos prevenido a Tell Kotchek y Abul Kemal; a todos los puestos fronterizos.
—Yo diría que siguió la ruta que atraviesa las montañas. La utilizada por los camiones cargados de contrabando.
El capitán Maitland gruñó.
—¿Entonces ser mejor que telegrafiemos a Deirez Zor?
—Ya lo hice ayer avisándoles para que vigilaran el paso de un coche ocupado por dos hombres cuyos pasaportes estarían completamente en regla.
El capitán le favoreció con una mirada penetrante.
—De manera que eso hizo, ¿verdad? Dos hombres... ¿verdad?
Poirot asintió.
—Dos hombres son los que están complicados en esto.
—Me sorprende, monsieur Poirot, que haya estado reservándose tantas cosas.
El detective sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Eso no es cierto. Comprendí la verdad de lo ocurrido esta misma mañana, cuando contemplaba la salida del sol. Una salida de sol magnífica.
No creo que ninguno de nosotros se percatara de que la señora Mercado había entrado en la habitación. Debió hacerlo cuando nos quedamos suspensos ante la vista de aquella horrible piedra manchada de sangre.
Pero entonces, sin avisar, la mujer lanzó un chillido parecido al de un cerdo cuando lo degüellan.
i Oh, Dios mío! —exclamó—. Ahora lo comprendo. Ahora lo comprendo todo. Fue el padre Lavigny. Está loco... es un fanático religioso. Cree que las mujeres están llenas de pecado. Y las mata a todas. Primero la señora Leidner... después, la señorita Johnson. iLa próxima vez seré yo...!
Dando un alarido frenético cruzó precipitadamente la habitación y se cogió desesperada y frenética a la chaqueta del doctor Reilly.
—iNo quiero quedarme aquí! No quiero quedarme aquí ni un día más. Esto es peligroso. Nos está acechando el peligro. Está escondido en algún sitio... esperando la ocasión. iSaltará sobre mí!
Abrió la boca de nuevo y volvió a chillar.