»A Simple vista, cualquiera pudo llevarlo a cabo, con la excepción de tres personas, por lo que se refiere a oportunidades.
»EI doctor Leidner, según irrefutables testimonios, no bajó en ningún momento de la azotea. El señor Carey estuvo en las excavaciones y el señor Coleman fue a Hassanieh.
»Pero estas coartadas, amigos míos, no eran tan buenas como parecían. Exceptúo al doctor Leidner. No hay ninguna duda de que estuvo en la azotea y no bajó de ella hasta una hora y cuarto después de cometido el crimen.
»Pero, ¿podría estar seguro de que el señor Carey estuvo entretanto en las excavaciones?
»¿Y estaba el señor Coleman en Hassanieh, al tiempo que ocurría el asesinato?
El señor Coleman enrojeció, abrió la boca, la volvió a cerrar y miró a su alrededor. La expresión de la cara del señor Carey no cambió en absoluto.
Poirot prosiguió suavemente:
—Tomé en consideración también a otra persona que, según opiné, era perfectamente capaz de cometer un asesinato si así se lo proponía. La señorita Reilly tiene suficiente valor e inteligencia, así como cierta predisposición a la crueldad. Cuando la señorita Reilly me habló de la señora Leidner le dije bromeando que esperaba que tuviera una buena coartada. Creo que la señorita Reilly se dio cuenta entonces de que en su corazón había abrigado, por lo menos, el deseo de matar. Sea como fuere, inmediatamente me contó una mentira, inocente y sin objeto. Al día siguiente me enteré, casualmente, hablando con la señorita Johnson, de que lejos de estar jugando al tenis, la señorita Reilly había sido vista por los alrededores de esta casa, poco más o menos a la hora en que se cometió el crimen. Tal vez la señorita Reilly, aunque no sea culpable del asesinato, podrá contarme algo interesante.
Se detuvo y luego dijo con mucho sosiego:
—¿Quiere contarnos, señorita Reilly, qué fue lo que vio aquella tarde?
La muchacha no replicó en seguida. Miraba todavía por la ventana, sin volver la cabeza, y cuando habló, lo hizo con voz firme y mesurada.
—Después de almorzar monté a caballo y vine hasta las excavaciones. Llegué alrededor de las dos menos cuarto.
—¿Encontró a alguno de sus amigos en las excavaciones? —No. No encontré a nadie, excepto al capataz árabe.
—¿No vio usted al señor Carey?
—No.
—Es curioso —dijo Poirot—. Tampoco lo vio monsieur Verrier cuando pasó por allí.
Miró a Carey, como si le invitara a hablar, pero el interesado no se movió ni dijo una palabra.
—¿Tiene usted alguna explicación que crea conveniente dar, señor Carey?
—Fui a pasear. En las excavaciones no se descubrió nada interesante aquel día.
—¿En qué dirección dio su paseo?
—Río abajo.
—¿No volvió hacia la casa?
—No.
—Supongo —dijo la señorita Reilly— que estaría usted esperando a alguien que no llegó.
Carey la miró fijamente, pero no replicó.
Poirot no insistió sobre aquel punto. Se dirigió una vez más a la muchacha.
—¿Vio usted algo más, mademoiselle?
—Sí. Cerca de la casa vi el camión de la expedición metido en una torrentera. Aquello me pareció extraño. Luego divisé al señor Coleman. Iba caminando con la cabeza inclinada, como si buscara algo.
—i Oiga! —exclamó el aludido—. Yo...
Poirot le detuvo con un gesto imperativo. —Espere. ¿Habló con él, señorita Reilly?
—No.
—¿Por qué?
La chica replicó lentamente:
—Porque de vez en cuando se detenía y miraba a su alrededor de un modo furtivo. Aquello me dio mala espina. Hice volver grupas al caballo y me alejé. No creo que me viera. Yo estaba algo separada de él y parecía absorto.