A lo cual Mary Canvendish replicó con amargura creciente:
—¡Claro está! ¡Debería haber supuesto que usted lo protegería!
Cynthia me esperaba y me recibió diciendo con vehemencia:
—¡Oiga, Hastings! ¡Ha habido un lío espantoso! Se lo he sacado a Dorcas.
—¿Qué clase de lío?
—Entre tía Emily y él. Espero que al fin sabrá quién es.
—¿Y estaba Dorcas presente?
—Claro que no. Estaba «cerca de la puerta, por casualidad». Ha sido algo serio. Me gustaría
saber el motivo.
Recordé la cara agitanada de la señora Raikes y las advertencias de la señorita Howard, pero
decidí prudentemente guardar silencio, mientras Cynthia agotaba toda posible hipótesis. Al fin
dijo, esperanzada.
—Tía Emily le echará de casa y no volverá a dirigirle la palabra.
Tenía grandes deseos de hablar con John, pero no pude encontrarle. Era evidente que algo muy
grave había ocurrido, sin querer y, a pesar de todos mis esfuerzos no conseguía apartarlo de mi
imaginación ¿Qué relación tendría Mary Cavendish con el asunto?
El señor Inglethorp estaba en el salón cuando bajé a cenar. Su rostro aparecía tan impasible
como de costumbre y volvió a impresionarme la extraña irrealidad que emanaba en gran manera
de su persona.
La señora Inglethorp fue la última en bajar. Parecía estar todavía fatigada y durante la comida
reinó un silenció un poco forzado. Generalmente rodeaba a su mujer de pequeñas atenciones,
colocando un cojín a su espalda y representando el papel de marido complaciente. Después de
comer, la señora Inglethorp se retiró de nuevo a su boudoir.
—Mándame allí mi café, Mary —pidió—. Sólo tengo cinco minutos si quiero que las cartas no
pierdan el correo.
Cynthia y yo nos sentamos junto a la ventana abierta del salón. Mary Cavendish nos llevó allí
el café. Parecía excitada.
—¿Quiere la gente joven que encienda las luces o prefieren la semioscuridad del crepúsculo?
—preguntó—. Cynthia, por favor, llévale el café a la señora Inglethorp. Voy a servirlo.
—Déjelo, Mary yo lo haré —dijo Inglethorp. Él mismo lo sirvió y salió del cuarto llevándolo
con cuidado.
Lawrence le siguió y la señora Cavendish se sentó junto a nosotros.
Permanecieron los tres en silencio durante algún tiempo. Era una noche maravillosa, cálida y
tranquila. La señora Cavendish se abanicaba dulcemente con una hoja de palma.
—Hace casi demasiado calor. Tendremos tormenta a no tardar.
¡Lástima que estos momentos llenos de armonía no puedan durar! El sonido de una voz
conocida que yo detestaba profundamente hizo añicos mi paraíso.
—¡El doctor Bauerstein! —exclamó Cynthia—. ¡Vaya unas horas de venir!
Dirigí a Mary Cavendish una mirada recelosa, pero permanecía impasible, sin que se alterase
siquiera la deliciosa palidez de sus mejillas. Segundos más tarde, Alfred Inglethorp introducía al
doctor, quien se disculpaba riendo por entrar en el salón en aquella facha. Realmente, estaba
cubierto de barro de pies a cabeza y ofrecía un aspecto lamentable.
—¿Qué ha estado usted haciendo, doctor? — exclamó la señora Cavendish.
—Tengo que disculparme —dijo el medico—. No quería entrar, pero el señor Inglethorp
insistió con tanto ahínco.
— La verdad es, Bauerstein, que está usted hecho una pena — dijo John, que venía del
vestíbulo—. Tome una taza de café y cuéntenos qué le ha ocurrido.
—Gracias.
Se rió con melancolía y explicó que había descubierto una especie muy rara de helecho en un
lugar inaccesible, y que en sus esfuerzos por apoderarse de él había perdido pie, cayendo de modo
lamentable a una charca.
—Me sequé pronto al sol —añadió—, pero mi aspecto es lamentable.
En este momento, la señora Inglethorp llamó a Cynthia desde el vestíbulo y la muchacha salió
corriendo.
—¿Quieres subirme la caja morada de los papeles? Me voy a la cama.
La puerta que daba al vestíbulo era ancha. Me levanté al mismo tiempo que Cynthia. John
estaba a mi lado. Por tanto, éramos tres los testigos que podríamos jurar que la señora Inglethorp
llevaba en la mano su taza de café, que aún no había probado.
La presencia del doctor Bauerstein me estropeó la velada por completo. Me parecía que no iba
a marcharse nunca. Sin embargo, al fin se levantó y suspiré aliviado.
—Bajaré al pueblo con usted —dijo Inglethorp—. Tengo que ver al administrador para tratar
de unas cuentas. —Se volvió a John—. No es necesario que nadie me espere levantando. Llevaré
el llavín.