Poirot era un hombrecillo de aspecto fuera de lo corriente. Mediría escasamente 1'60 de altura,
pero su porte resultara muy digno. Su cabeza tenía la forma exacta de un huevo y acostumbrara a
inclinarla ligeramente hacia un lado.« Su bigote era tieso y de aspecto militar. La pulcritud de su
atuendo era casi increíble; dudo que una herida de bala pudiera causarle el mismo disgusto que
una mota
de polvo. Sin embargo, este curioso hombrecillo, que, por desgracia, y según pude observar
cojeaba ligeramente, había sido en sus tiempos uno de los miembros más destacados de la policía
belga. Como detective, su olfato era extraordinario, y había obtenido resonantes éxitos ventilando
algunos de los casos más desconcertantes de la época.
Me señaló la casita donde habitaban él y su compatriota y prometí ir a verle en fecha próxima.
Saludó ceremoniosamente a Cynthia, quitándose el sombrero, y nos marchamos.
—Es un hombrecillo encantador —dijo Cynthia—. No tenía idea de que lo conocía usted.
—Han dado ustedes albergue a una celebridad — repliqué.
Y durante todo el camino les recité las hazañas y éxitos de Hércules Poirot.
Llegamos a casa en alegre disposición de ánimo. Al atravesar el vestíbulo, vimos a la señora
Inglethorp que salía de su boudoir. Parecía nerviosa y trastornada.
—¡Ah!, sois vosotros — dijo.
¿Pasa algo, tía Emily? — preguntó Cynthia.
—Claro que no —dijo bruscamente la señora Inglethorp—. ¿Que va a pasar?
Y viendo a Dorcas, la doncella, que se dirigía al salón, le dijo que le llevara unos sellos al
boudoir.
—Sí, señora. —La vieja sirvienta titubeó y dijo al fin, tímidamente—: ¿No cree usted, señora,
que haría bien en irse a la cama? Parece usted fatigada.
—Puede ser que tenga usted razón, Dorcas, sí... No, ahora no. Tengo que terminar algunas
cartas para que alcancen el correo. ¿Ha encendido el fuego en mi cuarto, como le dije?
—Sí, señora.
—Entonces me iré a la cama inmediatamente después de comer.
Entró de nuevo en su boudoir y Cynthia se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.
—¡Por Dios bendito! ¿Qué pasará? — le dijo a Lawrence.
Él no la oyó, al parecer, pues, sin decir una palabra, giró sobre sus talones, nos echó una
mirada y salió de la casa inmediatamente.
Le propuse a Cynthia un rápido partido de tenis antes de cenar y, habiendo sido aceptada mi
proposición, corrí escaleras arriba a buscar mi raqueta.
La señora Cavendish bajaba en aquel momento. Puede ser que fuera mi imaginación, pero
parecía agitada.
—¿Fue agradable el paseo con el doctor Baurstein? — pregunté, tan indiferente como me fue
posible.
—No fui —contestó bruscamente—. ¿Dónde está la señora Inglethorp?
—En el boudoir.
Su mano se agarraba con fuerza a la baranda. Después pareció acumular energías para una
entrevista difícil y rápidamente bajó las escaleras y cruzó el vestíbulo en dirección al boudoir,
donde entró cerrando la puerta tras ella.
Unos minutos después, camino del campo de tenis, tuve que pasar por delante de la ventana
abierta del boudoir y no pude evitar oír lo siguiente:
— ¿Entonces no quiere usted enseñármelo? — decía Mary Cavendish con la voz de una
persona que hace esfuerzos desesperados por dominarse.
—Querida Mary, no tiene nada que ver con el asunto — replicó la señora Inglethorp.
—Pues enséñemelo entonces.
_Ya te he dicho que no es lo que te imaginas. No te incumbe en absoluto.