El doctor Wilkins habló por los dos, dirigiéndose a John:
—Señor Cavendish, deseo su autorización para hacer la autopsia.
—¿Es necesario? — preguntó John gravemente. Un espasmo de dolor cruzó su rostro.
—Absolutamente necesario — contestó el doctor Bauerstein.
—¿Quiere usted decir que...?
— Que ni el doctor Wilkins ni yo podremos extender un certificado de defunción en las
actuales circunstancias. John inclinó la cabeza.
—En ese caso, mi única alternativa es consentir. —Gracias —dijo el doctor Wilkins vivamente
—. Creemos conveniente que la autopsia tenga efecto mañana por la noche, o mejor esta misma
noche. —Miró rápidamente a la luz del día—. En las presentes circunstancias me temo que no
podremos evitar una indagatoria. Son formalidades necesarias, pero les ruego que no se angustien
por ello. A todo se proveerá.
Una pausa siguió a las palabras del médico de cabecera. Luego, el doctor Bauerstein sacó dos
llaves de su bolsillo y se las entregó a John, diciéndole a la par:
Las llaves de los dos cuartos. Los he cerrado, y, en mi opinión, deberían permanecer cerrados
por el momento. Los doctores se marcharon.
Había estado dando vueltas en mi cabeza a una idea me pareció que había llegado el momento
de exponerla. Sin embargo, temía un poco hacerlo. Sabía que John sentía horror por toda clase de
publicidad y que era un optimista despreocupado, poco amigo de buscar problemas. Podía ser
difícil convencerle de la sensatez de mi plan. Por otra parte, Lawrence, menos esclavo de
convencionalismos y más imaginativo, podía convertirse en mi aliado. Sin ningún género de duda,
había llegado el momento de que yo tomara la dirección del asunto.
—John —dije—, te voy a pedir una cosa.
—Di.
—¿Recuerdas que os he hablado de mi amigo Poirot, el belga que está en el pueblo? Ha sido
un detective famosísimo. —Sí. Bien.
—Quiero que me dejes llamarlo para... investigar el asunto que nos ocupa.
—¡Cómo! ¿Ahora mismo? ¿Antes de la autopsia?
—Sí, el tiempo será un gran aliado si... si hay algo sucio en todo esto.
—¡Tonterías! —exclamó Lawrence con enfado—. En mi opinión, todo es una paparruchada de
Bauerstein. A Wilkins no se le ocurrió semejante cosa hasta que Bauerstein se la metió en la
cabeza. Como todos los especialistas, Bauerstein tiene su manía. Los venenos son su chifladura, y,
claro, conoce bien sus efectos.
Tengo que confesar que me sorprendió la actitud de Lawrence. Muy rara vez se apasionaba
por nada. John dudó un momento.
—No estoy de acuerdo contigo, Lawrence —dijo al fin—. Me inclino a darle a Hastings plenos
poderes, aunque prefiero esperar un poco. No queremos escándalo, si puede evitarse.
— ¡No, no! — exclamé con ansiedad —. No tengáis miedo. Poirot es la discreción
personificada, y procede con sumo tino.
— Bueno, entonces haz lo que quieras. Lo dejo en tus manos. Aunque si es lo que
sospechamos, parece un caso clarísimo. Dios me perdone si soy injusto con él.
Sin embargo, me concedí cinco minutos, que empleé en rebuscar en la biblioteca hasta que
descubrí un libro de medicina con una descripción del envenenamiento por estricnina.