—Las convulsiones eran de una violencia extraordinaria, doctor Wilkins —dijo sin dejar de
mirarle—. Siento que no haya estado usted aquí a tiempo de presenciarlas. Eran... de naturaleza
tetánica.
—¡Ah! — dijo prudentemente el doctor Wilkins.
—Me gustaría hablar con usted reservadamente —dijo Bauerstein. Y volviéndose hacia John
—: ¿Tiene usted algo que objetar?
—Desde luego que no.
Salimos todos al pasillo, dejando solos a los dos médicos, y oí la llave en la cerradura detrás de
nosotros.
Bajamos lentamente las escaleras. Yo estaba excitadísimo. Tengo cierto talento deductivo y la
actitud del doctor Bauerstein había despertado en mi imaginación un montón de conjeturas. Mary
Cavendish puso su mano sobre mi brazo.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué está tan... extraño el doctor Bauerstein?
—¿Sabe usted lo que pienso?
—¿Qué?
—¡Escuche!
Miré alrededor. Estábamos fuera del alcance del oído de los demás, pero así y todo dije en un
susurro:
—Creo que ha sido envenenada. Estoy seguro de que el doctor Bauerstein lo sospecha.
—¡Qué!
Se encogió contra la pared, las pupilas dilatadas violentamente, lanzando un grito desesperado
que me sobresaltó.
—¡No, no! ¡Eso no, eso no!
Y voló escaleras arriba, dejándome solo. La seguí, temiendo fuera a desmayarse. La encontré
recostada contra el pasamano, mortalmente pálida. Me hizo con la mano una señal complaciente
de que me fuera.
—¡No, no, déjeme! Prefiero estar sola. Déjeme tranquila un minuto o dos. Vaya abajo con los
demás.
Obedecí de mala gana. John y Lawrence estaban en el salón. Me acerqué a ellos. Todos
permanecíamos callados, pero creo que expresé el sentir general cuando rompí aquel silencio y
pregunté alterado:
—¿Dónde está el señor Inglethorp?
John negó con la cabeza.
—No está en casa.
Nos miramos. ¿Dónde estaba Alfred Inglethorp? Su ausencia resultaba extraña, inexplicable.
Recordé las últimas palabras de la señora Inglethorp. ¿Qué había en el fondo de ellas? ¿Qué más
nos hubiera dicho, de haber tenido tiempo.
Al fin oímos a los médicos bajar la escalera. El doctor Wilkins se daba aires de importancia y
parecía como si tratara de ocultar bajo una calma decorosa su excitación interior. Y el doctor
Bauerstein se mantenía en segundo término y la expresión de su rostro grave no se había alterado.