Capítulo 4 - Poirot investiga
La casa que ocupaban los belgas en el pueblo estaba muy cerca de las puertas del parque. Podía
ahorrarse tiempo tomando por un estrecho sendero
que cruzaba los prados y evitaba las vueltas de la carretera. Por lo tanto, tomé ese camino.
Llegando a la casa del guarda, me llamó la atención la figura de un hombre que corría en dirección
a mí. Era el señor Inglethorp. ¿Dónde había estado? ¿Cómo explicaría su ausencia? Me abordó
ansiosamente.
—¡Dios mío! ¡Es terrible! Mi pobre mujer! Acabo de enterarme.
—¿Dónde ha estado usted? — pregunté. Denby me entretuvo anoche hasta muy tarde. No
terminamos hasta después de la una. Entonces caí en la cuenta de que había olvidado el llavín.
Como no quería levantar a toda la casa, Denby me ofreció una cama.
—¿Y cómo se enteró usted de la noticia? — pregunté. —Wilkins fue a despertar a Denby para
contárselo. ¡Mi pobre Emily! ¡Era tan sacrificada, tan noble! Agotó su salud.
Un movimiento de repulsión me sacudió. ¡Redomado hipócrita!
—Tengo prisa —dije, dando gracias al cielo porque no me preguntó a dónde me dirigía.
Minutos más tarde llamaba a la puerta de Leastways Cottage.
No obteniendo respuesta, repetí con impaciencia mi llamada. Una ventana sobre mi cabeza se
abrió con cuidado y por ella asomó el propio Poirot.
Profirió una exclamación de, sorpresa al verme. En pocas palabras, le expliqué la tragedia que
acababa de ocurrir y que solicitaba su ayuda.
—Espere, amigo entre usted y volverá a contármelo todo mientras me visto.
Momentos después había desatrancado la puerta y subí tras él hasta su cuarto. Me ofreció una
silla y le expliqué toda la historia, sin reservarme nada ni omitir ningún detalle, por insignificante
que pareciera, mientras él se arreglaba con todo cuidado y esmero.
Le conté cómo me había despertado, las últimas palabras de la señora Inglethorp, la ausencia
de su esposo, la disputa del día anterior, el fragmento de conversación entre Mary y su madre
política que yo había oído sin querer, pelea entre la señora Inglethorp y Evelyn Howard y las
insinuaciones de esta última.
Mi relato no resultó tan claro como yo deseaba. Me repetí varias veces, y en distintas
ocasiones tuve que retroceder para contar algún detalle que había olvidado. Poirot me sonreía
bondadosamente.
—Su mente está confusa, ¿no es así? Tómese tiempo, amigo mío. Está usted agitado, excitado.
Es natural. Dentro de poco, cuando estemos más tranquilos, ordenaremos los hechos
cuidadosamente, poniendo a cada uno en el sitio debido. Pondremos en un lado los detalles de
importancia los que no la tienen, ¡puf!, los echaremos a volar.
Él, hinchando sus mejillas de querubín, sopló cómicamente como un niño.
—Todo eso está muy bien —objeté—, pero, ¿cómo va usted a saber qué cosa es importante y
qué cosa no lo es? A mi modo de ver, ésa es la dificultad.
Poirot meneó la cabeza enérgicamente. Estaba arreglando su bigote con exquisito cuidado.
—No es así. Voyons! Un hecho conduce a otro, y continuamos. ¿Qué el siguiente encaja en lo
que ya tenemos? A merveille! ¡Muy bien! Podemos seguir adelante. El siguiente hecho no. ¡Ah, es
curioso! Falta uno, un eslabón en la cadena. Examinamos. Indagamos. Y ponemos aquí ese hecho
curioso, ese detallito, quizás insignificante, que no concuerda. — Hizo con la mano un gesto
extravagante—. ¡Es importante! ¡Es formidable!
—S...í...
—Poirot agitó su índice con ademán tan terrible que me acobardé.
— ¡Ah! ¡Tenga cuidado! Pobre del detective que dice de un hecho cualquiera: «Es
insignificante, no importa, no encaja; lo olvidaré.» Este sistema implica confusión. Todo es
importante.
—Ya lo sé. Siempre me decía usted lo mismo. Por eso he estudiado todos los detalles de este
asunto, me parecieran pertinentes o no.
—Y estoy muy satisfecho de usted. Tiene buena memoria, y me ha contado los hechos con
toda fidelidad. De lo que no diré nada es del orden realmente deplorable en que me los presentó.
Pero le disculpo; está usted trastornado. A ello atribuyo el que se haya olvidado de un hecho de la
mayor importancia.