—¿Cuál? — pregunté.
—No me ha dicho usted si la señora Inglethorp cenó bien anoche. Me quedé mirándole de hito
en hito. Indudablemente,
la guerra había afectado el cerebro del hombrecillo. Estaba cepillando su abrigo con todo
cuidado antes de ponérselo, y parecía absorto en la tarea.
—No recuerdo —dije— y, de todos modos, no veo qué...
—¿Usted no ve? Pues es de la mayor importancia.
— No veo por qué — dije, algo irritado —. Me parece recordar que no comió mucho.
Evidentemente, estaba muy disgustada y no tenía apetito. Es natural.
—Sí... —asintió Poirot, pensativo—; es natural. Abrió un cajón del que sacó una pequeña
cartera de documentos y se volvió hacia mí.
—Ya estoy listo. Nos vamos a Styles y estudiaremos el caso. sobre el terreno. Perdóneme,
mon ami, se ha vestido muy de prisa y su corbata está torcida. Permítame que yo se la arregle.
Con gesto hábil la colocó en su sitio.
—Ça y est! ¿Qué? ¿Nos vamos?
Cruzamos el pueblo rápidamente y entramos en Styles por la puesta principal. Poirot se detuvo
un instante y contempló tristemente el hermoso parque, que aún resplandecía con el rocío de la
mañana.
—Tan hermoso, tan hermoso, y sin embargo, la pobre familia sumida en el dolor, postrada de
pena.
Me miraba fijamente mientras hablaba y me sentí enrojecer.
¿Estaba la familia postrada por el dolor? ¿Era tan grande la pena por la muerte de la señora
Inglethorp? Me di cuenta de que faltaba emoción en el ambiente. La muerta no tenía poder para
hacerse amar. Su muerte constituía un sobresalto y una desgracia, pero no iba a ser sentida muy
hondamente.
Poirot pareció adivinar mis pensamientos. Movió la cabeza gravemente.
—No, tiene usted razón —dijo—. No es como cuando hay lazos de sangre. Ha sido buena
generosa con estos Cavendish, pero no era su madre. La sangre llama, recuerde siempre esto; la
sangre llama.
—Poirot —dije—. Me gustaría que me explicara por qué quería usted saber si la señora
Inglethorp cenó bien anoche. Por más vueltas que le he dado, no veo que tenga nada que ver con el
asunto.
Seguimos caminando en silencio durante un minuto o dos y al fin dijo:
—No me importa decírselo, aunque ya sabe usted que no es mi costumbre dar explicaciones
antes de llegar al final. Es de presumir que la señora Inglethorp murió envenenada con estricnina,
probablemente mezclada con el café.
—¿Y qué?
—Bueno, ¿a qué hora se sirvió el café?
—Alrededor de las ocho.
—Por lo consiguiente, lo tomó entre las ocho y las ocho y media; sin ninguna duda, no mucho
después. Pues bien, la estricnina es un veneno bastante rápido. Sus efectos tenían que haberse
sentido muy pronto, probablemente una hora después de haber sido tomado. Sin embargo, en el
caso de la señora Inglethorp los síntomas no se manifiestan hasta las cinco de la mañana siguiente.
¡Nueve horas! Ahora bien: una comida pesada puede retardar sus efectos, aunque algo difícilmente
hasta ese extremo. Sin embargo, es una posibilidad que hay que tener en cuenta. Pero según lo que
usted ha dicho, cenó muy poco, a pesar de lo cual los síntomas no se presentaron hasta la
madrugada. Es muy curioso, amigo mío. Puede surgir algo en la autopsia que lo explique. Entre
tanto, recuérdelo.