Sobre la cómoda había una bandeja y en ella una lámpara de alcohol y un cazo pequeño. El
cazo contenía una pequeña cantidad de un líquido oscuro y cerca de él reposaban una taza vacía,
en la que habían bebido de aquel líquido y un plato.
Me pregunté cómo había podido ser tan mal observador y pasar esto por alto. Aquella pista
valía la pena. Poirot introdujo delicadamente un dedo en el líquido y lo probó con cierto
escrúpulo, haciendo una mueca.
—Chocolate, creo que con ron.
A continuación pasó a examinar los objetos esparcidos por el suelo, donde la mesilla de
cabecera había sido volcada. Consistían en una lamparita, algunos libros, cerillas, un manojo de
llaves y fragmentos desmenuzados de una taza de café.
—¡Qué curioso! — dijo Poirot.
—Le confieso que no veo nada de particular.
—¿No? Fíjese en la lámpara: el tubo de cristal está roto en dos partes; ahí están, tal como
quedaron al caer. Pero mire, la taza está completamente hecha cisco.
—Bueno —dije sin mostrar interés—, Alguien la habrá pisado.
—Eso es —dijo Poirot con voz extraña—. Alguien la habrá pisado.
Se levantó, dirigiéndose lentamente a la repisa de la chimenea, donde permaneció absorto,
manoseando las figuritas y poniéndolas en orden, viejo recurso suyo cuando estaba agitado.
—Mon ami! —dijo volviéndose hacia mí— alguien pisó esa taza, desmenuzándola, y la razón
para hacerlo fue, o bien que contenía estricnina o bien que no la contenía, lo que es mucho más
serio.
No contesté. Estaba desconcertado, pero bien sabía que era inútil pedirle explicaciones.
Después de unos minutos, se levantó y continuó sus investigaciones. Cogió del suelo el manojo de
llaves y les dio vueltas entre sus dedos hasta escoger una muy reluciente, que introdujo en la
cerradura de la caja de documentos, de color violeta. La llave abrió la caja, pero Poirot, después de
un momento de duda, volvió a cerrarla y deslizó en su bolsillo el manojo, así como la llave que
anteriormente estaba en la cerradura.
—No tengo autoridad para examinar esos papeles. Pero hay que hacerlo, y en seguida.
Examinó cuidadosamente los cajones del lavabo. Luego atravesó la habitación en dirección a
la ventana de la izquierda, donde pareció interesarle especialmente una mancha redonda, apenas
visible en la alfombra color castaño oscuro. Se arrodilló, examinándola minuciosamente, incluso
oliéndola.
Por último, vertió unas gotas de chocolate en un tubo de ensayo, cerrándolo cuidadosamente.
A continuación sacó un cuadernito.
—Hemos encontrado en esta habitación —dijo escribiendo afanosamente— seis puntos de
interés. ¿Los enumero yo o lo hace usted?
—Usted — repliqué con prontitud.
—Muy bien. Uno, una taza de café triturada; dos, una caja de documentos con una llave en la
cerradura; tres, una mancha en el suelo.
—La mancha puede llevar ahí algún tiempo — interrumpí.
—No, porque todavía está húmeda y huele a café. Cuatro, una brizna de tela verde oscuro, sólo
un hilo o dos, pero lo suficiente para saber lo que es.
—¡Ah! —exclamé—. Eso fue lo guardado en el sobre.
—Sí. A lo mejor resulta ser de un traje de la señora Inglethorp y carece de importancia. Ya
veremos. Cinco, esto... Y con gesto dramático señaló una gran mancha de esperma de bujía en el
suelo, cerca de la mesa escritorio—. No podía estar ayer; una buena doncella la hubiese quitado
inmediatamente con un papel secante y una plancha caliente. Uno de mis mejores sombreros, una
vez... pero éste es otro asunto.