—Es muy probable que date de anoche. Estábamos todos muy agitados. También puede ser
que la propia señora Inglethorp hubiera dejado caer su vela.
—¿Sólo trajeron ustedes una vela a esta habitación?
—Sólo una. La llevaba Lawrence Cavendish. Pero estaba muy impresionado. Parecía haber
visto algo por ahí —indiqué la repisa de la chimenea— que le dejó completamente paralizado.
—Eso es interesante —dijo Poirot rápidamente—. Sí, es un hecho lleno de sugestiones —sus
ojos recorrían, mientras hablaba, toda la extensión de la pared—. Pero no fue su vela la que
produjo esa gran mancha, porque, como usted puede ver, está cera es blanca, mientras que la vela
que llevaba monsieur Lawrence, que todavía está ahí en el tocador, es de color de rosa. Por otra
parte, la señora Inglethorp no tenía candelabro en la habitación, y sí tan sólo una lamparita de
alcohol.
—Entonces, ¿qué consecuencia saca usted?
A mi pregunta contestó mi amigo de modo irritante, animándome a usar mis propias
facultades.
—¿Y el sexto descubrimiento? — pregunté—. Supongo será el chocolate.
—No —dijo Poirot pensativo—. Debía haber incluido el chocolate en el sexto, pero no lo hice.
No, el sexto me lo reservo de momento hasta que lo crea oportuno. Echó una rápida ojeada
alrededor de la habitación.
—No hay nada más que hacer aquí, a menos que... —Se quedó contemplando atentamente
durante largo rato las cenizas de la chimenea—. El fuego quema y destruye. Pero puede ser que...
podría haber... ¡Vamos a verlo!
Se agachó y comenzó a separar las cenizas del hogar, poniéndolas en el guardafuego y
manejándolas con sumo cuidado. De pronto profirió una débil exclamación.
—¡Las pinzas, Hastings!
Se las di rápidamente y extrajo con pericia un pedacito de papel medio quemado.
—¡Vaya, mon ami! ¿Qué le parece a usted esto? Examinó el trozo de papel. A continuación
incluyó una reproducción exacta.
Me quedé perplejo. Era un papel muy grueso, completamente distinto del papel de notas
corriente. De pronto se me ocurrió una idea.
—¡Poirot! —exclamé—. Es un fragmento de un testamento.
—Exactamente.
Le miré fijamente.
—¿No le sorprende a usted?
—No —dijo gravemente—. Lo esperaba. Le devolví el trozo de papel y lo guardó en su
carpeta, con el mismo cuidado metódico con que hacía todas las cosas. Mi cabeza era un
torbellino. ¿Qué significaba aquella complicación del testamento? Quién la había destruido? ¿La
persona que había hecho la mancha en el suelo? Evidentemente. Pero ¿cómo había podido entrar
nadie en el cuarto? ¿Todas las puertas tenían echado el cerrojo por dentro.
— Ahora nos vamos, amigo mío — dijo Poirot vivamente —. Me gustaría hacer algunas
preguntas a la doncella... Se llama Dorcas, ¿verdad?
Pasamos a través del cuarto de Alfred Inglethorp y Poirot se detuvo en él para hacer un
examen breve, pero eficiente. Salimos por aquella puerta, cerrándola de nuevo, así como la de la
señora Inglethorp.
Poirot había expresado el deseo de ver el boudoir y bajamos juntos, dejándole allí mientras yo
iba en busca de Dorcas. Sin embargo, cuando volví con ella, el boudoir estaba vacío.