Mi excitación iba en aumento, pero Poirot me echó un jarro de agua fría al decir:
—Sin embargo, la explicación es muy sencilla. De modo que no se alarme usted, amigo mío.
No tuve tiempo de contestar, ya que un crujido anunció que Annie se acercaba.
Annie era una muchacha guapa y pizpireta. En aquel momento era presa de gran excitación,
mezclada al placer morboso de la tragedia que había ocurrido en la casa.
Poirot fue directamente al asunto, con actividad realmente práctica.
—La he mandado buscar, Annie, porque he creído que quizás usted pudiera decirme algo
acerca de las cartas que la señora Inglethorp escribió anoche. ¿Cuántas cartas eran? ¿Recuerda
usted los nombres de las personas a quienes iban dirigidas? Annie meditó un momento.
—Eran cuatro cartas, señor. Una era para la señorita Howard, una para el señor Wells, y las
otras dos, creo que no me acuerdo... ¡Ah, sí! Una era para la Casa Ross, los proveedores de
Tadminster. De la otra no me acuerdo.
—Trate de recordar — insistió Poirot. Annie se devanó los sesos, pero en vano.
—Lo siento, señor, pero no tengo ni idea. Creo que no me fijé.
—No importa —dijo Poirot, sin demostrar desilusión—. Ahora quiero preguntarle a usted otra
cosa. Hay un cazo en el cuarto de la señora Inglethorp, con un poco de chocolate. ¿Acostumbraba
a tomarlo todas las noches?
—Sí, señor, ciertamente. Se lo subía cada atardecer y ella lo calentaba a cualquier hora de la
noche, cuando le apetecía.
—¿Qué era? ¿Sólo chocolate?
—Sí, señor, hecho con leche, con una cucharada de azúcar y dos de ron.
—¿Quién se lo llevaba a su cuarto?
—Yo, señor.
—¿Siempre?
—Sí, señor.
—¿A qué hora?
—Por regla general cuando iba a correr las cortinas, señor.
—Entonces, ¿se lo subía usted directamente de la cocina?
—No, señor. Como usted ve, no hay mucho espacio en la cocina de gas, de modo que la
cocinera lo preparaba antes de poner las verduras para la cena. Entonces yo lo subía y lo ponía en
la mesa junto a la puerta giratoria, y más tarde se lo llevaba a su cuarto.
—La puerta giratoria está en el ala izquierda, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Y la mesa está en este lado de la puerta o en el lado del servicio?
—En este lado, señor.
—¿A qué hora lo subió usted anoche?
—Creo que a eso de las siete y cuarto, señor.
—¿Y cuándo lo llevó usted al cuarto de la señora Inglethorp?
—Cuando fui a cerrar las cortinas, señor, alrededor de las ocho. La señora Inglethorp subió a
acostarse antes de que yo hubiera terminado.
—¿Entonces, entre las siete y cuarto y las ocho, el chocolate estuvo en la mesa en el ala
izquierda? —Sí, señor.
Annie se había ido poniendo cada vez más roja y de pronto estalló inesperadamente:
—Y si había sal en el chocolate, señor, no fui yo. Yo no lo puse cerca de la sal.
—¿Qué es lo que le hace pensar que había sal en él?
—La he visto en la bandeja, señor.
—¿Vio usted sal en la bandeja?
—Sí. Parecía sal gorda, de cocina. No me di cuenta cuando subí con la bandeja, pero cuando
fui a llevarla al cuarto de la señora, la vi en seguida. Debí haberlo bajado otra vez y decirle a la
cocinera que hiciera otro chocolate, pero estaba muy apurada porque Dorcas había salido, y pensé
que a lo mejor la sal no había tocado al chocolate, sólo a la bandeja. Así que la limpié con mi
delantal y la dejé dentro.