Pero ¿sospecharía todo el mundo de él? ¿Y la señora Cavendish? La observé sentada a la
cabecera de la mesa, graciosa, serena, enigmática. Estaba muy hermosa con su ligero vestido gris
y aquellos volantes de las muñecas que caían sobre sus manos. Sin embargo, cuando se sirvió, su
rostro tenía la inescrutabilidad del de una esfinge. Apenas abrió los labios, pero la gran fuerza de
su personalidad nos dominaba a todos.
¿Y la pequeña Cynthia? ¿Sospecharía ella? Me pareció muy cansada y enferma. Su actitud era
muy lánguida y pesada. Le pregunté si se sentía mal y me contestó sin ambages:
—Sí, tengo un brutal dolor de cabeza.
—¿Otra taza de café, mademoiselle? —dijo Poirot solícitamente—. La animará mucho. No
hay nada como el café para el dolor de cabeza. Se levantó a coger su taza.
—Sin azúcar — dijo Cynthia, viéndole coger los terrones.
—¿Sin azúcar? Sacrificios de guerra, ¿verdad?
—No, nunca tomo azúcar con el café.
—Sacre! — murmuró Poirot entre dientes al devolverle la taza llena.
Sólo yo le oí y, levantando hacia él la vista, vi que se esforzaba en reprimir su excitación y que
sus ojos eran verdes como los de un gato. Había visto u oído algo que la había afectado
extraordinaria-mente, pero ¿qué sería? No suelo tenerme por torpe, pero debo confesar que nada
fuera de lo corriente había llamado mi atención.
Momentos más tarde, la puerta se abrió y apareció Dorcas.
—El señor Wells quiere verle, señor —le dijo a John. Recordé que Wells era el nombre del
abogado a quien la señora Inglethorp había escrito la noche anterior. John se levantó
inmediatamente.
—Páselo a mi estudio. —Luego se volvió hacia nosotros—. Es el abogado de mi madre. Es
también —terminó en voz baja— el coroner... Ya me entienden. Si quieren acompañarme...
Asentimos y salimos con él de la habitación. John iba delante de nosotros y aproveché la
oportunidad para murmurar al oído de Poirot:
—¿Es que va a haber interrogatorio?
Poirot asintió distraídamente. Parecía tan absorto en sus pensamientos que mi curiosidad se
despertó.-
—¿Qué ocurre? No está usted escuchando lo que le digo.
—Es cierto amigo. Estoy preocupado.
—¿Por qué?
—Porque mademoiselle Cynthia no toma azúcar con el café.
—¿Cómo? ¡No hablará usted en serio!
—Claro que hablo en serio. Hay algo aquí que no entiendo. Mi instinto no se equivocó.
—¿Qué instinto?
—El instinto que me llevó a examinar esas tazas de café. Chut! A callar ahora.
Seguimos a John a su estudio y se cerró la puerta tras de nosotros.
El señor Wells era un hombre agradable, de mediana edad. Con ojos penetrantes y la boca
característica de los abogados. John nos presentó y explicó la razón de nuestra presencia por
nuestra inmediata intervención en el asunto.
—Comprenderá usted, Wells —añadió—, que todo esto es estrictamente confidencial. Todavía
confiamos en que no haga falta ninguna clase de investigación.
— De acuerdo, de acuerdo — dijo el señor Wells políticamente —. Me hubiera gustado
ahorrarles a ustedes el disgusto y la publicidad de una pesquisa; pero, naturalmente, es inevitable,
faltando el certificado médico.
—Sí, ya me lo figuro.
—Es inteligente, ese Bauerstein. Una autoridad en toxicología, según parece.
—Desde luego —dijo John con cierta sequedad. Después añadió, dudando—: ¿Tendremos que
presentarnos como testigos..., quiero decir, todos nosotros?
—Usted, naturalmente, y... hum, el señor Inglethorp también, desde luego.
Siguió una breve pausa, antes de que el abogado continuara, con su tono apaciguador:
—Cualquiera otro testimonio será simplemente /confirm/iatorio, pura cuestión de fórmula.
—Ya.
Una ligera expresión de alivio cruzó por el rostro de John. Me sorprendió, porque no aprecié
motivo para ello.