—Si no tiene usted nada que oponer —prosiguió el señor Wells—, he pensado en el viernes.
Así tendremos tiempo suficiente para el informe médico. ¿La autopsia se practicará esta noche?
—Sí.
—Entonces, ¿le conviene a usted el viernes?
—Desde luego.
—No necesito decirle, querido Cavendish, lo apenado que estoy con este trágico asunto.
— ¿No puede usted ayudarnos a resolverlo, monsieur? — intervino Poirot, hablando por
primera vez desde que habíamos entrado en el estudio.
—¿Yo?
—Sí. Hemos oído decir que la señora Inglethorp le escribió anoche. Debe de haber recibido
usted la carta esta mañana.
—Sí, pero no contiene ninguna información de interés. Es sencillamente una nota pidiéndome
que viniera a verla esta mañana, pues quería consejo en un asunto de gran importancia.
—¿No le insinúa de qué se trataba?
—No, por desgracia.
— Es una lástima — dijo Poirot. Nos quedamos en silencio. Poirot se perdió en sus
pensamientos durante unos cuantos minutos. Finalmente, se volvió de nuevo al abogado.
—Señor Wells, me gustaría preguntarle una cosa, si no es contrario a su ética profesional. En
caso de que la señora Inglethorp muriera, ¿quién heredaría su dinero? El abogado dudó un
momento y luego replicó: —Todo esto será del dominio público muy pronto, de modo que, si el
señor Cavendish no tiene nada que objetar...
—En absoluto — intervino John.
—No veo razón que impida contestar a su pregunta. Según el último testamento, fechado en
agosto del pasado año, después de varios legados sin importancia a sirvientes, etcétera, deja toda
su fortuna a su hijastro el señor John Cavendish, al que mucho quería.
—Perdone la pregunta, señor Wells: ¿no era esta disposición muy injusta con respecto a su
otro hijastro, el señor Lawrence Cavendish?
—No, no lo creo así. Según los términos del testamento de su padre, en tanto John heredaría la
propiedad, Lawrence, a la muerte de su madrastra, entraría en posesión de una considerable suma.
La señora Inglethorp dejó su dinero a su hijastro mayor sabiendo que él tendría que conservar
Styles. A mi modo de ver, fue un reparto muy justo y equitativo. Poirot asintió, pensativo.
— Sí, ya veo. ¿Pero es cierto que, según la Ley Inglesa, ese testamento quedaba
automáticamente anulado al volverse a casar la señora Inglethorp?
El señor Wells hizo una señal de afirmación.
—Según iba a decir ahora, monsieur Poirot, ese documento no tiene actualmente ninguna
validez.
—Hein!—exclamó Poirot, preguntando después de reflexionar un momento—: ¿Conocía este
hecho la señora Inglethorp?
—No lo sé. Seguramente...
—Lo sabía —dijo John inesperadamente—. Todavía ayer estuvimos discutiendo acerca de los
testamentos anulados por el matrimonio.
—¡Ah! Otra pregunta, señor Wells. Dijo usted «su último testamento». ¿Es que la señora
Inglethorp había hecho más testamentos con anterioridad?
—Por término medio, hacía un nuevo testamento por lo menos una vez al año ––dijo el señor
Wells imperturbable—. Era dada a cambiar de opinión respecto a sus disposiciones testamentarías,
beneficiando ahora a uno y luego a otro miembro de la familia.