—Perdone un momento, mademoiselle.
—Dígame — la muchacha se volvió, interrogante.
—¿Ha preparado usted alguna vez las medicinas de la señora Inglethorp?
Un tinte rosa coloreó sus mejillas y dijo forzadamente:
—No.
—¿Únicamente los polvos? El rubor de Cynthia se acentuó al contestar:
—¡Ah, sí! Una vez le llevé unos polvos para dormir.
—¿Estos?
Poirot mostró la caja de polvos vacía. Ella asintió con la cabeza.
—¿Puede decirme en qué consistían? ¿Sufonal? ¿Veronal?
—No, eran polvos de bromuro.
—¡Ah! Gracias, mademoiselle buenos días. Mientras nos alejábamos a buen paso, le miré más
de una vez. Ya antes había observado con frecuencia que, cuando algo le excitaba, sus ojos se
volvían verdes como los de los gatos. Entonces estaban brillantes como esmeraldas.
—Amigo mío —saltó por fin—, tengo una pequeña idea; es una idea muy extraña y quizá
completamente imposible pero encaja.
Me encogí de hombros. Pensé para mí que Poirot era demasiado aficionado a esas ideas
fantásticas. En el presente caso, la verdad era sencilla y patente.
—De modo que ésa era la explicación de la etiqueta en blanco de la caja —observé—. Muy
sencillo, como usted dijo. Me extraña realmente que no se me haya ocurrido a mí.
Poirot parecía no escucharme.
—Han hecho otro descubrimiento, là-bas —observó, señalando con el dedo en la dirección de
Styles—. El señor Wells me lo dijo cuando subíamos.
—¿De qué se trata?
—Dentro del escritorio del boudoir encontraron un testamento de la señora Inglethorp, fechado
antes de su matrimonio en el que deja su fortuna a Alfred Inglethorp. Debió hacerlo cuando se
prometieron. Fue una completa sorpresa para Wells, y para John Cavendish, también. Estaba
escrito en uno de esos papeles impresos y firmaron como testigos dos de las criados; Dorcas, no.
—¿Conocía el señor Inglethorp su existencia?
—Dice que no.
—Lo dudo mucho —observé escépticamente—. Todos esos testamentos son muy confusos. Y
dígame, ¿cómo dedujo usted por aquellas palabras garabateadas en el sobre que ayer por la tarde
se había hecho un testamento? Poirot sonrió.
—Mon ami! ¿No se le ha ocurrido nunca estar escribiendo una carta y encontrarse que no se
sabe cómo se escribe una palabra?
—Sí, con frecuencia me ha ocurrido, y supongo que a todo el mundo.
—Exacto. Y en tales casos, ¿no ha escrito usted la palabra una o dos veces en el borde del
secante o en un trozo de papel, para ver cómo resulta escrita? Pues bien, eso es lo que hizo la
señora Inglethorp. Fíjese en que la palabra «poseed» está escrita primero con una «s» y después
con dos correctamente. Para asegurarse formó una frase completa: «I am possessed». Pues bien,
¿qué me dijo eso? Me dijo que la señora Inglethorp había estado escribiendo la palabra
«possessed» aquella tarde, y teniendo grabado en mi memoria el trozo de papel que encontramos
en la chimenea, se me ocurrió inmediatamente la idea de un testamento, documento donde es casi
seguro encontrar tal palabra. Otra confusión reinante, el boudoir no había sido barrido aquella
mañana y cerca del escritorio había varias huellas de tierra mojada. El tiempo había sido muy
bueno desde hacía varios días y ninguna bota normal hubiera dejado tales pegotes de tierra. Me
acerqué a la ventana y vi que los macizos de begonias acababan de ser plantados. La tierra de los
macizos era idéntica a la que había en el suelo del boudoir y usted me dijo que habían sido
plantados ayer tarde. Entonces tuve la seguridad de que uno, o quizá los dos jardineros, pues había
dos filas de pisadas en el macizo, habían entrado en el boudoir. Si la señora Inglethorp hubiera
querido solamente hablar con ellos, es seguro que la conversación hubiera tenido efecto en la
puerta ventana. Entonces me convencí de que había hecho un testamento, y llamado a los
jardineros como testigos. Los hechos probaron que mi suposición era cierta.