—¿Qué le ha ocurrido a su extraordinario amigo, señor Hastings? Pasó por mi lado corriendo
como un caballo desbocado.
—Hay algo que le preocupa sobremanera —repliqué débilmente. En realidad, no sabía cuánto
quería Poirot que yo dijera. Al ver en la boca expresiva de la señora Cavendish una sonrisa pálida,
traté de desviar la conversación diciendo—: ¿Todavía no se han encontrado?
—¿Quiénes?
—El señor Inglethorp y la señorita Howard. Me miró de un modo desconcertante.
—¿Cree usted realmente que sería un desastre tan grande si se encontrasen?
—¿Usted no?
—No. —Sonreía a su modo tranquilo—. Me gustaría presenciar un buen arrebato de cólera.
Purificaría la atmósfera. Hasta ahora, todos pensamos mucho y decimos muy poco.
—John no piensa así —observé—. Quiere evitar a toda costa que se encuentren.
—¡Ah, John!
Algo en el tono de su voz me excitó, y estallé:
—¡John es un chico estupendo!
Me observó con curiosidad durante un minuto o dos y al fin dijo, con gran sorpresa por mi
parte:
—Es usted leal con su amigo. Por eso me gusta usted.
—¿No es usted amiga mía también?
—Yo soy muy mala amiga.
—¿Por qué dice eso?
—Porque es cierto. Soy encantadora con mis amigos un día y al siguiente los olvido por
completo.
No sé lo me empujó a ello, pero estaba irritado e hice una observación tonta y del peor gusto:
—Con el doctor Bauerstein, no obstante, es usted siempre encantadora.
Inmediatamente me arrepentí de mis palabras. Su rostro se endureció. Tuve la impresión de
que una cortina de acero ocultaba su verdadera personalidad. Sin una palabra, giró sobre sus
talones y se fue rápidamente escaleras arriba, mientras yo me quedaba como un idiota, mirándola
boquiabierto.
Me sacó de mis pensamientos un horrible alboroto en el piso de abajo. Poirot hablaba a gritos
con los criados, dándoles toda clase de explicaciones. Me irritó pensar que mi diplomacia había
sido inútil. Poirot parecía querer convertir toda la casa en confidente suyo, procedimiento que
juzgué improcedente. Una vez más lamenté el que mi amigo fuera tan inclinado a perder la cabeza
en momentos de excitación. Bajé rápidamente las escaleras. Al verme, Poirot se calmó casi
inmediata-mente. Me lo llevé aparte.
—Pero amigo mío —dije—, ¿le parece prudente lo que hace? ¿No querrá usted que toda la
casa se entere del hecho? Está usted haciendo el juego al criminal.
—¿Lo cree usted así, Hastings?
—Estoy seguro.
—Bueno, bueno, amigo mío me guiaré por usted.
—Bien. Aunque, por desgracia, es un poco tarde.
—Cierto.
Parecía tan cabizbajo y avergonzado que lamenté lo dicho, aunque seguía pensando que mi
repri-menda había sido justa y sensata.
—Bien, vamonos, mon ami — dijo al fin.
—¿Ya ha terminado aquí?
—Por el momento, sí. ¿Me acompaña hasta el pueblo?
—Con mucho gusto.
Cogió su maletita y salimos por la puerta ventana del salón. Cynthia entraba en aquel momento
y Poirot se hizo a un lado para dejarla pasar.