—¿No puede ir un poco más lejos, señor Poirot? Viniendo de usted, cualquier afirmación es
buena. Usted ha estado en el lugar del hecho y Scotland Yard no quiere cometer errores.
Poirot asintió con gravedad.
—Eso es exactamente lo que yo creo. Bien, lo que les digo es esto: utilicen su orden de arresto,
detengan al señor Inglethorp, pero no obtendrán con ello ninguna gloria. La causa contra él se
vendría abajo en un abrir y cerrar de ojos, se lo aseguro.
— E hizo sonar sus dedos expresivamente.
El rostro de Japp se tornó más grave, aunque Summerhaye lanzó un bufido de incredulidad.
En cuanto a mí, me quedé mudo de asombro. La única explicación era que Poirot se había
vuelto loco.
Japp había sacado un pañuelo y se lo pasaba suavemente por la frente.
—No me atrevo, señor Poirot. Yo creo en su palabra, pero hay otros que me preguntarían que
diablos estoy haciendo. ¿No puede adelantarme nada más? Poirot reflexionó un momento.
—Lo haré —dijo al fin—. La verdad es que preferiría no hablar, seguir por ahora trabajando
en la sombra. Pero las circunstancias me obligan. Lo que usted dice es muy justo; la palabra de un
policía belga retirado, no es suficiente. Y hay que evitar que Alfred Inglethorp sea arrestado. Lo he
jurado, como mi amigo Hastings, aquí presente, sabe muy bien. Mire, querido Japp, ¿va usted
ahora a Styles?
—Dentro de una media hora. Tenemos que ver primero al fiscal y al médico.
—Muy bien. Recójame al pasar; es la última casa del pueblo; iré con usted. En Styles, el señor
Inglethorp le dará a usted pruebas, o, si él se niega, lo que es muy probable, se las daré yo, que le
convencerán de que la acusación contra él no puede sostenerse. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Japp cordialmente—, y en nombre de Scotland Yard le doy las gracias,
aunque le confieso que, por el momento, no veo la menor posibilidad de encontrar un fallo en las
pruebas presentadas. Claro que usted ha sido siempre maravilloso. Hasta luego entonces, señor
Poirot.
Los dos detectives se alejaron a grandes pasos, Summerhaye con expresión de duda.
—Bueno, amigo —exclamó Poirot, antes de que yo pudiera pronunciar una sola palabra—,
¿qué cree usted? Mon Dieu! Pasé un mal rato en el interrogatorio. No creí que ese hombre tuviera
la cabeza de chorlito y rehusara decir nada en absoluto. Decididamente, su conducta fue la de un
imbécil.
—¡Hum! Hay otras explicaciones posibles, además de la imbecilidad —observé—. Porque si
la teoría contra él es cierta, ¿cómo iba a defenderse, sino con el silencio?
—¡Vaya! Hay mil modos ingeniosos —exclamó Poirot—. Mire, si yo hubiera cometido ese
asesinato, podía haber contado siete historias más verosímiles, mucho más convincentes, desde
luego, que las frías negativas del señor Inglethorp. Me reí, sin poderlo remediar.
—Querido Poirot, ¡estoy seguro de que es usted capaz de inventar setenta! Pero hablando en
serio, a pesar de lo que les dijo a los detectives, es imposible que crea usted todavía en la
inocencia de Alfred Inglethorp.
—¿Por qué voy a creer en ella menos ahora que antes? Nada ha cambiado.
—¡Son tan convincentes las pruebas!
—Sí, demasiado convincentes.
Entramos en Leastways Cottage y subimos las ya familiares escaleras.
—Sí, sí, demasiado convincentes —continuó Poirot, más bien para sí mismo—. Las pruebas,
cuando son auténticas, son generalmente vagas e insuficientes. Tienen que ser examinadas,
desmenuzadas. Pero aquí todo está preparado y a punto. No, amigo mío, esta declaración ha sido
amañada muy hábilmente, tan hábilmente que su propio fin ha fallado.
—Porque mientras las pruebas contra él eran vagas e intangibles, era muy difícil refutarlas.
Pero en su ansiedad, el criminal ha cerrado tanto la red que un simple corte dejará a Inglethorp en
libertad.