Yo permanecí en silencio y, después de un minuto o dos, Poirot continuó:
— Vamos a considerar el asunto de este modo. Tenemos un hombre que se dispone a
envenenar a su mujer. Ha vivido siempre de gorra, como vulgarmente se dice. Esta gente suele
tener cierta inteligencia y es de suponer que Inglethorp no es completamente tonto. Pues bien,
¿qué es lo primero que hace? Va temerariamente a la farmacia del pueblo y compra estricnina,
dando su propio nombre e inventando una historia absurda sobre un perro, historia cuya falsedad
es muy fácil de comprobar. No utiliza el veneno acuella noche, no; espera a tener con su mujer una
disputa violenta de la que todo el mundo tiene noticia y que, naturalmente, le hace sospechoso. No
prepara su defensa, ni siquiera la más débil coartada, sabiendo que el que le vendió la estricnina se
presentará a declarar los hechos. ¡Bah!, no me pida que crea que hay nadie tan idiota. Sólo actuaría
así un lunático que quisiera suicidarse haciéndose ahorcar.
—Sin embargo, no veo... — empecé.
—Ni yo tampoco. Le digo a usted, amigo mío, que este caso me tiene desconcertado a mí, a
mí, a Hércules Poirot.
—Pero si le cree usted tan inocente, ¿cómo explica el que haya comprado la estricnina?
—Muy sencillamente; no la compró. —Pero si Mace le ha reconocido.
— Perdone que le contradiga: Mace vio un hombre con una barba negra, como el señor
Inglethorp, con gafas, como el señor Inglethorp, y vestido con la misma ropa llamativa que el
señor Inglethorp. No pudo reconocer a un hombre a quién probablemente sólo ha visto a distancia;
recordará usted que Mace sólo lleva en el pueblo quince días y que la señora Inglethorp solía
comprar sus medicinas en Coots, en Tadminster.
—De modo que usted cree...
— Amigo mío, recuerda usted los dos puntos en los que hice hincapié? Dejemos por el
momento el primero. ¿Cuál era el segundo?
—El importante hecho de que Alfred Inglethorp lleva trajes extraños, barba negra y gafas —
cité. —Exactamente. Ahora, suponga que alguien quisiera hacerse pasar por John o por Lawrence
Cavendish, ¿cree usted que sería, fácil?
—No —dije pensativo—. Claro que un actor... Pero Poirot me cortó sin piedad.
—¿Y Por que no sería fácil? Se lo voy a decir, amigo mío porque los dos son hombres
afeitados. Para caracterizarse como cualquiera de los dos a la luz del día se necesitaría ser un actor
genial y cierto parecido inicial. Pero en el caso de Alfred Inglethorp es muy distinto. Su ropa, su
barba, las gafas que esconden sus ojos, son los detalles sobresalientes de su persona. Pues bien,
¿cuál es el primer impulso del criminal? Alejar de sí las sospechas, ¿verdad? ¿Y cuál es el mejor
medio de lograr esto? Haciéndolas recaer en cualquier otro. En este caso, había un hombre al
alcance de su mano. Todo el mundo estaba predispuesto a creer en la culpabilidad del señor
Inglethorp. Era seguro que se sospecharía de él. Pero para asegurarse aún más, hacía falta una
prueba tangible, como la compra del veneno, y eso no era difícil con un hombre del aspecto del
señor Inglethorp. Recuerde que el joven Mace nunca había hablado con él. ¿Cómo iba a sospechar
que un hombre con su capa, su barba y sus gafas no fuera él?
—Puede ser —dije, fascinado por la elocuencia de Poirot—. Pero si eso es cierto, por qué no
dijo dónde estaba a las seis de la tarde del lunes?