—Exactamente —dijo Poirot—. Esto confirma por completo mi pequeña idea.
—¿Qué pequeña idea?
—Señorita Howard. ¿Recuerda usted una conversación que se celebró aquí el día de la llegada
de mi amigo? Me la ha repetido y hay una frase de usted que me impresionó mucho. ¿Recuerda
que usted afirmó que si se asesinaba estaría usted segura de conocer por instinto al criminal,
aunque no pudiera comprobarlo?
—Sí, recuerdo haberlo dicho. Y es cierto. Supongo que usted creerá que es una teoría...
—De ningún modo.
—¿Y sin embargo no hace usted caso de lo que mi instinto me dice en contra del señor
Inglethorp?
—No —repuso Poirot concisamente— porque su instinto no está contra el señor Inglethorp.
—¿Qué?
—No. Usted desea creer que él ha cometido el crimen. Usted lo cree capaz de cometerlo. Pero
su instinto le dice que no lo cometió. Le dice ¿continuó?
Ella le miraba con los ojos abiertos, fascinada, y con la mano hizo un movimiento afirmativo.
—¿Le explico por qué se ha puesto usted tan apasionadamente en contra del señor Inglethorp?
Porque usted, trata de creer lo que quiere creer, porque está usted esforzándose en callar y ahogar
su instinto, que apunta hacia otra persona.
—¡No, no, no! —la señorita Howard dio un grito salvaje, levantando los brazos—. ¡No lo
diga! ¡No lo diga! ¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! ¡No sé cómo ha podido entrar en mi
cabeza esa idea tan horrible!
—¿Tengo razón o no?
—Sí, sí. Debe de ser usted un brujo para haberlo adivinado. Pero no puede ser cierto, es
demasiado monstruoso, es imposible. Tiene que ser Alfred Inglethorp. Poirot meneó la cabeza con
gravedad.
—No me pregunte —continuó la señorita Howard— porque no se lo diré. Ni aun a mí misma
quiero admitírmelo. He debido estar loca para pensar semejante cosa.
Poirot asintió, como si estuviese satisfecho.
—No le preguntaré nada. Me basta con saber que es como yo había pensado. Y... también a mí
me dice algo mí instinto: nos dirigimos juntos hacia una meta común.
—No me pida que le ayude, porque no lo haré. No moveré un dedo para... para... — balbució.
—Me ayudará usted, mal que le pese. No le pido nada, pero será usted mi aliado. Usted no sería
capaz de ayudar por sí misma, pero hará lo único que le pido.
—¿Y qué es lo que me pide usted?
—¡Vigilar!
Evelyn Howard inclinó la cabeza y se tapó la cara con las manos.
—Sí, no puedo dejar de hacerlo. Siempre estoy vigilando, con la esperanza de comprobar que
me he equivocado.
—Si nos equivocamos, tanto mejor —dijo Poirot—. Nadie se alegrará más que yo. Pero ¿y si
tenemos razón? Si tenemos razón, señorita Howard, ¿en qué lado se pondría usted?
—No sé, no sé...
—Vamos hable.
—Podríamos callarlo...
—No, no podríamos.
—La pobre Emily... — se interrumpió.
—Señorita Howard —acusó Poirot gravemente—, su actitud es indigna de usted.
—De pronto, la señorita Howard separó las manos de su rostro.
—Sí —dijo recobrando su calma—. La que hablaba antes no era Evelyn Howard.
—Levantó la cabeza con orgullo—, Evelyn Howard aparece ahora y está al lado de la justicia,
¡cueste lo que cueste! ¡Lo haría! Y con estas palabras salió decidida de la habitación.
—Ahí va un aliado valioso —dijo Poirot, siguiéndola con la vista—. Esa mujer, Hastings,
tiene cabeza y corazón. No respondí.
—El instinto es algo maravilloso —musitó Poirot—. No podemos negar su existencia, aunque
no pueda ser explicado.
—Parece ser que usted y la señorita Howard saben de lo que hablan —observé fríamente—.
Quizá no se da usted cuenta de que yo sigo en las nubes.
—¿De verdad? Es cierto, amigo mío?
—Sí. ¿Quiere usted explicarme?
Poirot me observó atentamente durante unos instantes. Al fin, con gran sorpresa por mi parte,
movió la cabeza negativamente.
—No, amigo mío.
—¡Pero, vamos! ¿Por qué?
—No deben compartir un secreto más de dos personas.
—Me parece muy injusto que me oculte los hechos.
—No estoy ocultando hechos. Todos los hechos que conozco los conoce usted. Puede usted
sacar sus propias conclusiones. Ahora es cuestión de ideas.
—De todos modos sería interesante conocerlas. Poirot me miró muy serio y movió la cabeza
de nuevo.
—No —dijo tristemente—, usted no tiene instinto.
—Era inteligencia lo que usted pedía hace un momento — indiqué.
—Con frecuencia van los dos juntos — dijo Poirot con voz misteriosa.
La observación me pareció tan fuera de lugar que ni siquiera me tomó la molestia de replicar.
Pero decidí que, si hacía algún descubrimiento importante o interesante, lo cual era seguro, me lo
guardaría para mí, y sorprendería a Poirot con el resultado final.