—¿Cree usted que esa es la barba? — susurré con ansiedad. Poirot asintió.
—Sí, eso creo. ¿No ha notado usted que ha sido recortada?
—No.
— Pues sí. Tenía la forma exacta de la del señor Inglethorp, y encontré algunos cabellos
cortados. Hastings, este asunto es muy oscuro.
—¿Quién la pondría en el cofre?
—Alguien muy inteligente —observó Poirot seriamente—. ¿Se da usted cuenta de que ha
escogido el único lugar en toda la casa donde su presencia no hubiera llamado la atención? Sí, es
muy inteligente. Pero nosotros tenemos que ser más inteligentes que él. Tenemos que ser tan
inteligentes como para pasar a su ojos por tontos. Yo asentí.
—Amigo mío, puede usted ayudarme mucho, pero mucho, en todo ello.
Me complació mucho el cumplido. Hubo momentos en los que creí que Poirot no me
apreciaba en mi verdadero valor.
—Sí —continuó, mirándome pensativo—. Usted será de valor incalculable.
Esto era muy agradable de oír, pero las siguientes palabras de Poirot no lo fueron tanto.
—Tengo que tener un aliado en la casa — dijo pensativo.
—Me tiene usted a mí — protesté.
—Cierto, pero usted no es suficiente.
Esto me dolió y no lo oculté. Poirot se apresuró a explicarse.
— No ha comprendido usted lo que quiero decir. Todo el mundo sabe que trabaja usted
conmigo. Necesito a alguien que no se relacione con nosotros en ningún momento.
—¡Ah, ya! ¿Qué le parece John?
—No, creo que John no.
—Puede que el pobre John no sea muy brillante — dije, pensativo.
—Ahí viene la señorita Howard —dijo- Poirot de pronto—. Es la persona más indicada. Pero
me ha puesto en su lista negra desde que demostré la inocencia del señor Inglethorp. De todos
modos, puede intentarse.
Con una inclinación de cabeza secamente cortés, la señorita Howard accedió a la petición que
le hizo Poirot de unos minutos de conversación.
Entramos en el pequeño saloncito y Poirot cerró la puerta.
—Bueno, señor Poirot —dijo la señorita Howard con impaciencia—. ¿Qué ocurre? Suéltelo
pronto. Estoy ocupada.
—¿Recuerda usted, señorita, que una ocasión le pedí que me ayudara?
—Lo recuerdo —asintió la señorita Howard— y le contesté que le ayudaría con gusto... a
colgar a Alfred Inglethorp.
— ¡Ah! — Poirot estudió su rostro con seriedad —. Señorita Howard, voy a hacerle una
pregunta. Le ruego que me conteste sinceramente.
—¡Nunca digo mentiras! — replicó la señorita Howard. —Es ésta. ¿Todavía cree usted que la
señora Inglethorp fue envenenada por su marido?
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella desabrida—. No crea usted que sus preciosas
explicaciones me convencen lo más mínimo. Admito que no fue él quien compró la estricnina en
la farmacia, pero ¿eso qué importa? Creo que utilizó papel de matar moscas, como le he dicho
desde el primer momento.
—Eso es arsénico, no estricnina — aclaró Poirot suavemente.
—¿Qué importa? El arsénico quitaría de en medio a la pobre Emily tan eficazmente como la
estricnina. Si estoy convencida de que lo hizo, no me importa un bledo cómo lo hizo.
—Exactamente, si está usted convencida de que lo hizo... —dijo Poirot con calma—. Le haré
la pregunta de otra forma. ¿Ha creído usted alguna vez, en lo más recóndito de su corazón, que la
señora Inglethorp fue envenenada por su esposo?
—¡Cielo Santo! —exclamó la señorita Howard—. ¿No he dicho siempre que la mataría en su
propio lecho? ¿No lo he odiado siempre como al mismísimo diablo?