Capítulo 9 - El doctor Bauerstein
No había tenido la oportunidad todavía de transmitirle a Lawrence el mensaje de Poirot. Pero, un
poco más tarde, paseándome por el césped y alimentando aún un resentimiento contra mi amigo
por su conducta arbitraria, vi a Lawrence en el campo de cricquet. Golpeaba a la ventura dos
pelotas muy viejas con un mazo más viejo todavía.
Me pareció una buena oportunidad para entregarle el mensaje. De otra modo, el mismo Poirot
me hubiera relevado de ello. Era cierto que no se alcanzaba su propósito muy claramente, pero me
hacía ilusiones de conseguirlo por la contestación de Lawrence y por unas cuantas preguntas
hábiles que yo le hiciera. Le abordé, por lo tanto.
—Te estaba buscando — mentí.
—¿Sí?
—Sí. Tengo un mensaje para ti... de Poirot.
—¿De veras?
—Me dijo que esperara estar a solas contigo. Y al decir esto bajé la voz significativamente,
vigilan-dolé con astucia con el rabillo del ojo. Siempre he sidomuy hábil para eso que llaman,
según creo, «crear atmósfera».
—¿Y qué?
La expresión de su rostro, moreno y melancólico, no cambió. ¿Tendría idea de lo que iba a
decirle?
—El mensaje es éste —bajé aún más la voz—: «Encuentre la taza de café perdida y podrá
dormir en paz.»
—¿Qué significa eso?
Lawrence me miraba con una estupefacción que no era fingida.
—¿Es que tú no lo sabes?
—En absoluto. ¿Lo sabes tú? Me vi forzado a negar con la cabeza.
—¿Qué taza de café?
—No lo sé.
—Sería mejor que preguntara a Dorcas o alguna de las criadas, si quiere saber algo de tazas de
café. Es cosa de mujeres, no mía. No sé nada de tazas de café, como no sea que tenemos unas que
nunca usamos y que son una verdadera maravilla. Porcelana antigua de Worcester. ¿Eres
entendido en porcelana, Hastings? Hice con la cabeza un movimiento negativo.
—No sabes lo que te pierdes. Es un placer incomparable tener en la mano una pieza perfecta
de porcelana antigua; hasta el mirarlo lo es.
—Bueno, ¿qué le digo a Poirot?
—Dile que no sé de qué me habla. Es un jeroglífico para mi persona.
—Muy bien.
Me dirigí hacia la casa cuando me llamó de pronto.
—Es decir, ¿cuál era el final del mensaje? ¿Quieres repetírmelo?
—«Encuentre la taza de café perdida y podrá dormir en paz.» ¿Estás seguro de que no sabes lo
que quiere decir? — preguntó con ansiedad, deseoso a mi vez de comprender algo. Movió la
cabeza, negando.
—No —dijo en un susurro—. ¡Ojalá lo supiera! En aquel momento sonó el batintín y nos
dirigimos juntos a la casa. John había invitado a Poirot a almorzar y mi amigo el detective estaba
ya sentado a la mesa desde momentos antes.
Por acuerdo tácito, se habían excluido las alusiones a la tragedia. Hablamos de la guerra y de
otros temas generales. Pero después de que Dorcas sirvió el queso y las galletas y abandonó el
comedor, Poirot, de pronto, se inclinó hacia la señora Cavendish.