—Señor Hastings, usted ha sido siempre tan bueno y sabe usted tanto...
Caí entonces en la cuenta de que Cynthia era realmente una muchacha encantadora. Mucho
más encantadora que Mary, que nunca decía cosas así.
—Siga usted — la animé, viendo que titubeaba.
—Quiero pedirle consejo. ¿Qué voy a hacer? —¿Qué va usted a hacer de qué?
—¡Ya lo está usted viendo! La tía Emily siempre me había dicho que se acordaría de mi
futuro. Supongo que se olvidó, o quizá no pensó que iba a morir tan pronto. De todos modos, no se
acordó de mí. Y no sé qué hacer. ¿Cree usted que debo marcharme inmediatamente?
—¡Por Dios, claro que no! Estoy seguro de que no quieren separarse de usted.
Cynthia titubeó un momento, arrancando la hierba con sus pequeñas manos. Al fin dijo:
—La señora Cavendish quiere que me vaya. Me odia.
—¿Qué la odia? — exclamé, atónito. Cynthia asintió.
—Sí. No sé por qué, pero no puede resistirme, ni él tampoco.
—Eso sí que no —dije con calor—. Al contrario, John le tiene a usted mucho cariño.
—¡Ah, sí, John! Me refería a Lawrence. Naturalmente, no es que me importe el que Lawrence
me odie o no. Pero es horrible cuando nadie la quiere a una, ¿verdad?
—¡Pero si ya la quieren, mi querida Cynthia! —dije sinceramente—. Estoy seguro de que se
equivoca usted. Mire, están John y la señorita Howard.
Cynthia asintió, sombría.
—Sí, supongo que John me quiere, y Evie, con todas sus brusquedades, es incapaz de matar
una mosca. Pero Lawrence nunca me habla si puede evitarlo, y Mary tiene que hacer un esfuerzo
para tratarme con educación. Quiere que se quede. Evie, se lo ha pedido, pero no me quiere a mí, y
yo... yo... no sé lo que voy a hacer.
Súbitamente, la pobre chiquilla se echó a llorar.
No sé lo que se apoderó de mí. Quizá fue que estaba muy bella, sentada allí, con el sol
reflejándose en su cabeza quizás el alivio que representaba el encontrarse con alguien
completamente desconectado de la tragedia; o simplemente sincera compasión hacia su juventud y
abandono. El caso es que me incliné hacia ella y cogiendo su manita le dije con voz torpe:
—Cásate conmigo, Cynthia.
Sin proponérmelo, había encontrado un remedio maravilloso para sus lágrimas. Se enderezó
inmediatamente, retiró su mano de la cara y dijo con alguna aspereza:
—Me enfadé un poco.
—¡No soy tonto. Le estoy pidiendo que me conceda el honor de ser mi mujer.
Con gran sorpresa por mi parte Cynthia se echó a reír y me llamó «querido payaso».
—Es muy amable por su parte —dijo— pero usted bien sabe que no desea casarse conmigo.
—Sí, quiero. Tengo...
—No importa lo que tenga usted. Usted no quiere realmente casarse conmigo... y yo tampoco.
—En ese caso, no hay más que hablar —dije ofendido—. Pero no veo en ello motivo de risa.
No hay nada de cómico en una proposición matrimonial.
—Claro que no —dijo Cynthia—. Puede que alguien le acepte la próxima vez. Adiós, me ha
animado usted mucho.
Y desapareció entre los árboles, con una última explosión de regocijo.
Pensando en la entrevista, la encontré profundamente desagradable.
Se me ocurrió de pronto que haría bien en bajar al pueblo y ver a Bauerstein. Alguien tenía que
vigilarlo. Al mismo tiempo, sería prudente calmar las sospechas que sobre él pesaban. Recordé la
confianza que había depositado Poirot en mi diplomacia. Por consiguiente, me dirigí a la bonita
casita donde sabía se alojaba. En la ventana había un cartel con el letrero «Departamentos».
Golpeé en la puerta.
Una mujer vieja salió a abrir.
—Buenas tardes —dije amablemente—. ¿Está el doctor Bauerstein? Se me quedó mirando.
—¿Pero ¿no lo sabe?
—¿Si no sé qué?
—Lo que ha pasado.
—¿Qué le ha pasado?
—Se lo han llevado.
—¿Que se lo han llevado? ¿Se ha muerto?
—No; se lo ha llevado la «poli».
—La policía —corregí con dificultad—. ¿Quiere usted decir que lo han detenido?
—Sí eso es; y... No esperé oír más, sino que crucé el pueblo corriendo, en busca de Poirot.