—¿Sí?
—Como usted ve, están sumamente ampliadas. No sé si habrá usted notado esa especie de
mancha que atraviesa toda la fotografía. No le voy a describir a usted los aparatos especiales,
polvos, etc., que he utilizado. Es un procedimiento muy conocido de la policía, con el cual puede
usted obtener una fotografía de las huellas dactilares en muy poco tiempo. Bueno, amigo, ya ha
visto usted las huellas ahora sólo me falta decirle en qué objeto han sido encontradas.
—Continúe estoy interesadísimo.
Eh bien! La foto número 3 representa, sumamente ampliada, la superficie de una botella muy
pequeña que hay en lo alto del armario de los venenos del dispensario del Hospital de la Cruz Roja
de Tadminster, o que suena algo así como el cuento de la casa que hizo Jack.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Pero cómo es que estaban en la botella las huellas de Lawrence
Cavendish? No se acercó al armario de los venenos el día que estuvimos allí.
—Sí, se acercó.
—¡Imposible! Estuvimos nosotros siempre juntos todo el tiempo.
Poirot meneó la cabeza negativamente. — No amigo mío, hubo un momento en que no
estuvieron ustedes juntos. Hubo un momento en el que no pudieron haber estado juntos, o no
hubieran ustedes llamado a monsieur Lawrence para que se reuniera con ustedes en el balcón.
—Lo había olvidado —admití—; pero fue sólo un momento.
—Lo suficiente.
—¿Suficiente para qué? La sonrisa de Poirot se hizo muy misteriosa.
— Suficiente para que un señor que ha estudiado Medicina pudiera satisfacer a placer su
natural curiosidad.
Nuestras miradas se encontraron. La expresión de Poirot era vaga y apacible. Se puso en pie y
tarareó una cancioncilla.
Yo le observaba con desconfianza.
—Poirot —dije—. ¿Qué había en la botellita?
Poirot miró a través de la ventana.
—Hidrocloruro de estricnina — dijo por encima de su hombro. Y continuó tarareando.
—¡Dios mío! — dije quedamente. No me sorprendió su respuesta. La esperaba.
—Usan el hidrocloruro de estricnina puro muy raramente, sólo en algunas ocasiones, para
pildoras. Es la solución empleada en la mayoría de las medicinas. Por eso las huellas dactilares no
han sido borradas desde entonces.
—¿Cómo se las arregló usted para tomar esas fotografías?
—Dejé caer el sombrero desde el balcón —explicó Poirot candorosamente—. A aquella hora
no estaban permitidas las visitas abajo, así que, a pesar de todas mis disculpas, la compañera de
mademoiselle Cynthia tuvo que bajar a cogérmelo.
—¿De modo que usted sabía lo que iba a encontrar?
—No, de ningún modo. Oyendo su historia, me di cuenta de que monsieur Lawrence podía
haber ido al armario de los venenos. La posibilidad tenía que ser confirmada o eliminada.
—Poirot —dije—, no puede usted engañarme con esa alegría. Este descubrimiento es muy
importante.
—No lo sé —dijo Poirot—; pero una cosa me llama la atención. Seguro que también se la ha
llamado a usted abiertamente.
—¿Qué cosa?
—Que hay demasiada estricnina en este asunto. Es la tercera vez que nos encontramos con
ella. Había estricnina en el tónico de la señora Inglethorp. Tenemos la estricnina que expendió
Mace en la farmacia de Styles St. Mary. Ahora tropezamos con una estricnina que tuvo en sus
manos uno de los miembros de la casa. Es muy confuso; y, como usted sabe, no me gusta la
confusión.
Antes de que pudiera contestar, uno de los belgas abrió la puerta y asomó la cabeza.
—Hay abajo una señora que pregunta por el señor Hastings.
—¿Una señora?
Me puse en pie de un salto. Poirot me siguió escaleras abajo. En la puerta estaba Mary
Cavendish.
—Estuve visitando a una anciana en el pueblo —explicó—, y como Lawrence me dijo que
estaba usted con monsieur Poirot. Se me ocurrió llamarle al pasar.
—¡Qué lástima, madame! —dijo Poirot—. Creí que venía usted a honrarme con su visita.
—Lo haré otro día, si usted me invita — prometió ella, sonriendo.
—Eso está mejor. Si necesita usted un confesor, madame —Mary se sobresaltó ligeramente—,
recuerde que papá Poirot está siempre a su disposición .
Mary se le quedó mirando durante unos segundos, como si quisiera encontrar un significado
oculto en sus palabras. Después, bruscamente, dio media vuelta.
—Monsieur Poirot, ¿no viene usted con nosotros?
—Encantado, madame.
Durante todo el trayecto, Mary habló muy de prisa y febrilmente. Me pareció que se sentía
nerviosa bajo la mirada de Poirot.
El tiempo había cambiado y la furia cortante del viento era casi otoñal. Mary se estremeció
ligeramente y se cruzó su abrigo negro de corte deportivo. El viento sonaba entre los árboles con
silbido lastimero, como el suspiro de un gigante.
Entramos por la puerta principal de Styles y en seguida nos dimos cuenta de que algo malo
ocurría.
Dorcas salió corriendo a nuestro encuentro. Lloraba y se retorcía las manos. Divisé a otros
criados que se amontonaban en segundo término, todo ojos y oídos.
—¡Ay, señora! ¡Ay, señora! No sé cómo decírselo...
—¿Qué ocurre, Dorcas? —pregunté con impaciencia—. Poirot saltó a tierra con viveza y entró
en el edificio.
—Esos malditos detectives. Le han arrestado, ¡han arrestado al señor Cavendish!
—¿Que han arrestado a Lawrence? — balbucí. Sorprendí una expresión extraña en los ojos de
Dorcas.
—No, señor; al señorito Lawrence, no. Al señorito John. Mary Cavendish estaba a mi espalda
y con un grito desgarrador cayó sobre mí. Al volverme a cogerla, tropecé con la mirada de triunfo
de Poirot.