Poirot, estabasentado junto a la mesa, con la cabeza escondida entre las manos. Al verme
entrar, dio un salto.
—¿Qué ocurre? —pregunté solícitamente—. Espero que no estará usted enfermo.
—No, no estoy enfermo. Pero estoy pensando en algo muy importante.
— ¿Está usted dudando entre coger al criminal o soltarlo? — pregunté humorísticamente.
Pero, con gran sorpresa por mi parte, Poirot asintió gravemente.
—«Hablar o no hablar», como dijo su gran Shakespeare, «ésa es la cuestión». No me molesté
en corregir la cita.
—¿Habla usted en serio, Poirot?
—Completamente en serio. Porque una cosa completamente seria pesa en la balanza.
—¿Qué cosa?
—La felicidad de una mujer, mon ami — dijo gravemente. No supe qué contestar.
—Ha llegado el momento —dijo Poirot, pensativo— y no sé qué hacer. Arriesgo demasiado
en este juego. Nadie que no fuera Hércules Poirot lo intentaría. Y se golpeó el pecho
orgullosamente. Después de esperar unos minutos, para no estropear el efecto de sus últimas
palabras, le transmití el mensaje de Lawrence.
—¡Aja! —exclamó—. ¿De modo que ha encontrado la taza de café? Tiene más inteligencia de
lo que parece ese monsieur Lawrence de cara larga.
Yo mismo no tenía una idea muy elevada de la inteligencia de Lawrence, pero me abstuve de
contradecirle, censurándole, en cambio, por haber olvidado mis instrucciones respecto a los días
libres de Cynthia.
—Es cierto. Tengo una cabeza de chorlito. Sin embargo, la otra señorita fue de lo más amable.
Sintió mucho el verme tan desilusionado y me enseñó todo aquello con la mejor voluntad.
—¡Ah, bueno! Entonces no importa, y otro día cualquiera va usted a tomar el té con Cynthia.
Le conté lo de la carta que habíamos recibido.
—Lo siento —dijo—. Siempre había tenido esperanzas en esa carta. Pero no podía ser. Este
asunto tiene que desenredarse desde dentro.
—Se dio unos golpecitos en la frente—. Son estas pequeñas células grises las que tienen que
hacer el trabajo. De pronto, me preguntó:
—¿Es usted entendió en huellas dactilares, amigo mío?
—No —dije, muy sorprendido—. A lo único que llega mi ciencia es a saber que no hay dos
huellas dactilares iguales. —Exactamente.
Abrió un pequeño cajón y sacó unas fotografías, que puso sobre la mesa.
—Les he puesto los números 1, 2, y 3. ¿Puede describírmelas?
Estudié las fotografías atentamente.
—Ya veo que están muy ampliadas. Me parece que las de la fotografía número 1 pertenecen a
un hombre son del pulgar y el índice. La del número 2 son de mujer, son mucho más pequeñas y
completamente distintas. Las del número 3... —Me detuve un momento— parecen un montón de
huellas, todas mezcladas, pero desde luego, están las del número 1.
—¿Sobre las otras?
—Sí.
—¿Las reconoce sin ningún género de duda?
—Desde luego, son idénticas.
Poirot asintió, cogió con cuidado las fotografías y las guardó de nuevo en el cajón.
—Supongo —dije— que, como de costumbre, no va usted a explicarme nada.
—Al contrario. Las del número 1 son las huellas dactilares de monsieur Lawrence. Las del
número 2, de mademoiselle Cynthia. No tiene importancia. Las tomé solamente para comparar con
las otras. El número 3 es más complicado.