Capítulo 11 - La causa criminal
El juicio contra John Cavendish por el asesinato de su madrastra se celebró dos meses después.
Poco tengo que decir de las semanas que precedieron al juicio. Sólo que Mary Cavendish despertó
toda mi admiración y simpatía. Se puso apasionadamente de parte de su marido, rechazando la
idea de su culpabilidad, y luchó por él con uñas y dientes.
Le manifesté a Poirot mi admiración y asintió, pensativo.
—Sí, es una de esas mujeres que se crecen en la adversidad. Entonces sale a relucir lo más
dulce y auténtico que hay en ellas. Su orgullo y sus celos han...
—¿Celos? — indiqué.
—Sí. ¿No se ha dado usted cuenta de que es una mujer extraordinariamente celosa? Como le
iba diciendo, ha dejado a un lado su orgullo y sus celos. Sólo piensa en su marido y en el terrible
peligro que le amenaza.
Hablaba con mucho sentimiento y le miré gravemente, recordando la tarde en que había estado
dudando entre hablar o no. Conociendo su debilidad «por la felicidad de una mujer», me alegré de
que no tuviera que decidir.
—Aun ahora —dije— casi no puedo creerlo. Ya ve usted, ¡hasta el último minuto creí que
había sido Lawrence! Poirot hizo una mueca.
—Sabía usted lo que creía.
—¡Pero John, mi viejo amigo John!
—Todo asesino es, posiblemente, el viejo amigo de alguien —observó Poirot filosóficamente
—. No puede usted mezclar los sentimientos y la razón.
—Debiera usted haberme insinuado algo.
—Quizá, mon ami, y no lo hice, precisamente porque era su viejo amigo John.
Me quedé confundido, recordando con cuánto afán le había transmitido a John lo que yo creía
era la opinión de Poirot con respecto a Bauerstein. Por cierto, el doctor había sido liberado del
cargo contra él. Sin embargo, aunque por esta vez había sido más listo que ellos y no pudo
probarse la acusación de espionaje, le habían cortado las alas para el futuro.
Le preguntó a Poirot si creía que John sería condenado. Con gran sorpresa por mi parte, me
contestó que, por el contrario, era sumamente probable que lo absolvieran.
—Pero Poirot... — protesté.
—Amigo mío. ¿No le he dicho siempre que no tengo pruebas? Una cosa es saber que un
hombre es culpable y otra completamente distinta es probarlo. Y en este caso hay muy pocas
pruebas. Ése es el problema. Yo, Hércules Poirot, lo sé todo, pero me falta el último eslabón de la
cadena. Y a menos que encuentre ese eslabón perdido... Movió la cabeza, pensativo.
—¿Cuándo empezó usted a sospechar de John Cavendish? — pregunté.
—¿Usted no sospecha nada?
—Desde luego que no.
—¿Ni siquiera después de las palabras que usted oyó entre la señora Cavendish y su madre
política y la falta de sinceridad de la primera pesquisa?
—No.
—Cuando Alfred Inglethorp negó tan insistentemente que hubiera peleado con su esposa, ¿no
ató usted cabos y pensó que si no había sido él, tenían que haber sido Lawrence o John? Pero si
hubiera sido Lawrence, la conducta de Mary Cavendish hubiera sido inexplicable. Sí, por el
contrario, se trataba de John, todo quedaba explicado con toda sencillez.
—¿Así que fue John el que disputó con su madre aquella tarde? — exclamé, haciéndose de
pronto la luz en mi cerebro.
—Exactamente.
—¿Y lo ha sabido usted todo el tiempo?
—Desde luego. Sólo de este modo podía explicarse la conducta de la señora Cavendish.
—Y sin embargo, ¿dice usted que fácilmente puede ser absuelto?
Poirot se encogió de hombros.