—Todo lo que usted ha dicho es exacto, señor Poirot.
Pasé el rato peor de mi vida. Nunca lo olvidaré. Pero es usted maravilloso. Ahora comprendo...
—¿Lo que quería darle a entender cuando le dije que podía confesarse con papá Poirot, eh?
Pero usted no se confió en mí.
—Ahora lo veo todo —dijo Lawrence—. El narcótico del chocolate, tomado después del café
envenenado, explica satisfactoriamente el retraso de los efectos.
—Exacto, pero ¿estaba o no estaba envenenado el café? Nos encontramos con una pequeña
dificultad, ya que la señora Inglethorp no llegó a tomarlo.
—¿Qué?
El grito de sorpresa fue general.
— No. ¿Recuerdan que les hablé de una mancha en la alfombra del cuarto de la señora
Inglethorp? La mancha presentaba ciertas particularidades. Estaba todavía húmeda, y despedía un
penetrante olor a café y entre la lana de la alfombra encontré algunas pequeñas partículas de
porcelana. Además, no hacía ni dos minutos había colocado mi carpeta sobre la mesa próxima a la
ventana, y la mesa, tambaleándose, había hecho caer la carpeta en el sitio exacto de la mancha.
Con todos estos datos, vi claramente lo que había ocurrido. Del mismo modo, la señora Inglethorp,
al entrar en su cuarto la noche anterior, había dejado la taza de café en la traidora mesa y ésta le
había jugado la misma broma.
»Sobre lo que ocurrió después sólo puedo hacer conjeturas, pero creo que la señora Inglethorp
recogió la taza rota y la puso sobre la mesa de cabecera. Como necesitaba un estimulante,
cualquiera que fuese, calentó su chocolate y se lo tomó inmediatamente. Ahora nos enfrentamos
con un nuevo problema. Sabemos que el chocolate no contenía estricnina. La señora Inglethorp no
tomó el café. Sin embargo, la estricnina tuvo que ser ingerida aquella tarde, de siete a nueve. ¿De
qué medio podía haberse valido el asesino? Había un tercer medio, y tan a propósito para
disimular el gusto de la estricnina, que es extraordinario el que nadie haya pensado en ello. ¿Qué
medio era éste?
—Poirot dirigió una mirada a su alrededor y después se contestó a sí mismo con gesto teatral
—: ¡Su medicina!
—¿Quiere usted decir que el asesino mezcló la estricnina con el tónico?
—No hubo necesidad de mezclar. El preparado contenía estricnina. La estricnina que mató a la
señora Inglethorp fue la misma que recetó el doctor Wilkins. Para que lo entiendan mejor, les leeré
un extracto de un recetario que encontré en el dispensario del Hospital de la Cruz Roja en
Tarminster. Es una receta famosa en los libros de texto. — Poirot leyó la receta, a base de
estricnina y bromuro de potasa, y luego continuó —: Y escuchen lo que dice el libro a
continuación: «Esta solución precipita a las pocas horas la mayor parte de la sal de estricnina, en
forma de un bromuro insoluble, en cristales transparentes. Una señora en Inglaterra perdió la vida
tomando una mezcla similar: ¡la estricnina precipitada se acumuló en el fondo y con la última
dosis la tomó casi toda!»
»Claro que en la receta del doctor Wilkins no había bromuro, pero recordarán que les hablé de
una caja vacía de polvos de bromuro. Una pequeña cantidad de esos polvos, introducida en el
frasco de la medicina precipitaría la estricnina, según dice el libro, acumulándola en la última
dosis. Después verán ustedes que la persona que acostumbraba a darle a la señora Inglethorp su
medicina ponía gran cuidado en no agitar la botella, para no mover el sedimento del fondo.
»A lo largo del caso, hemos tenido pruebas de que la tragedia se había proyectado para la
noche del lunes. Aquel día, el alambre de la campanilla de la señora Inglethorp había sido cortado
y la señorita Cynthia pasaba la noche con unos amigos, de modo que la señora Inglethorp hubiera
estado completamente sola en el ala derecha, sin poder recibir auxilio de ninguna clase y hubiera
muerto con toda seguridad, antes de poder avisar a un médico. Pero en sus prisas por llegar a
tiempo a la función del pueblo, la señora Inglethorp olvidó tomar la medicina y al día siguiente
almorzó fuera de casa, de modo que la dosis última y fatal tomada, en realidad, veinticuatro horas
más tarde de lo que había previsto el asesino y gracias a este retraso, poseo la prueba final, el
último eslabón de la cadena.
En medio de enorme expectación, Poirot mostró tres tiras delgadas de papel.
—¡Una carta escrita de puño y letra del asesino, amigos míos! Si hubiera estado redactada con
más claridad, quizá la señora Inglethorp, advertida a tiempo, hubiera podido salvarse. Así, se dio
cuenta del peligro que corría, pero no supo el modo como el crimen había sido planeado.
En medio de un silencio mortal, Poirot unió los trozos de papel y, aclarándose la garganta,
leyó:
«Queridísima Evelyn:
»Todo va bien, pero en vez de esta noche será mañana. Ya me entiendes. Nos esperan muy
buenos tiempos cuando la vieja haya muerto y no nos estorbe. Nadie podrá atribuirme el crimen.
¡Tu idea del bromuro ha sido un golpe genial! Pero tenemos que andar con cuidado. Un paso en
falso...»
»La carta, amigos míos, quedó sin concluir. Sin duda
el asesino fue interrumpido pero su identidad es evidente. Todos conocemos su letra y...
Un grito que casi era un alarido rompió el silencio. Una silla rodó por el suelo. Poirot, de un
salto ágil, se hizo a un lado y con rápido movimiento desarmó a su atacante, que cayó al suelo
estrepito-samente.
—Señoras y caballeros —dijo Poirot, inclinándose—, ¡les presento al asesino, el señor Alfred
Inglethorp!