—Querido amigo, ¿se da usted cuenta de que lo único que los ha reunido de nuevo ha sido el
proceso? Estaba convencido de que John Cavendish seguía queriendo a su mujer y que ella estaba
igualmente enamorada de él. Pero habían llegado a distanciarse mucho. Todo partía de un
malentendido. Ella se casó con él sin quererle y él lo sabía. John es un hombre sensible, a su
manera; no quiso imponerle su amor si ella no lo deseaba. Y al retirarse él se despertó el amor de
su esposa. Pero los dos son extraordinariamente orgullosos y su orgullo los mantuvo separados. Él
se metió en un lío con la señora Raikes y ella cultivó a propio intento la amistad del doctor
Bauerstein. ¿Recuerda usted el día en que John Cavendish fue detenido, que me encontró usted
triste y preocupadísimo?
—Sí, y comprendí perfectamente su pesar.
— Perdón, amigo mío, pero no lo comprendió usted en absoluto. Estaba dudando entre
justificar o no inmediatamente a John Cavendish. Pude evitar que lo detuvieran, aunque
posiblemente eso hubiera significado la imposibilidad de coger a los verdaderos culpables. Hasta
el último momento los asesinos no tuvieron la menor idea de mis intenciones, y a ello, en parte,
debo mi éxito.
—De modo que pudo evitar el proceso de John?
—Sí, amigo mío. Pero por último me decidí por «la felicidad de una mujer». Sólo el gran
peligro por él que pasaron pudo reunir de nuevo a esas dos almas orgullosas.
Me quedé mirando a Poirot, mudo de asombro. ¡Qué maravillosa desfachatez la del
hombrecillo! ¿Quién, sino Poirot, hubiera utilizado un proceso por asesinato como medio para
salvar la felicidad de un matrimonio?
—Puedo leer sus pensamientos, amigo mío —dijo Poirot sonriéndome—. ¡Sólo Hércules
Poirot se hubiera atrevido! Y hace usted mal en condenar mi actitud. La felicidad de un hombre y
una mujer es lo más importante.
Sus palabras trajeron a mi memoria acontecimientos ya pasados. Recordé a Mary, echada en el
sofá, pálida, agotada y escuchando, escuchando. Desde el piso de abajo había llegado el sonido de
una campana. Mary se había levantado de un salto. Poirot había abierto la puerta y contestado
afablemente a la pregunta de sus ojos agonizantes: «Sí, señora —dijo—, se lo traigo:» Se había
apartado a un lado, y yo, saliendo de la habitación, vi el gesto de Mary cuando su marido la
estrechaba entre sus brazos.
—Puede que tenga usted razón —dije afablemente—. Sí, es lo más importante del mundo. Al
poco llamaron a la puerta y Cynthia asomó la cabeza.
—Yo... yo... sólo...
—Pase — dije, levantándome de un salto. Entró, pero no quiso sentarse.
—Yo... sólo quería decirles una cosa...
—¿Qué cosa?
Cynthia jugó nerviosamente, durante unos segundos, con una borla que adornaba su vestido y
súbitamente, exclamando: «¡Cuánto les quiero!», me besó a mí primero, después a Poirot y se
precipitó fuera de su cuarto.
—¿Qué quiere decir todo esto? — dije, sorprendido. Había sido muy agradable el ser besado
por Cynthia, pero la publicidad casi estropeó el placer de aquel beso.
— Quiere decir que ha descubierto que no es el señor Lawrence tan desagradable como
pensaba — replicó Poirot.
—Pero...
—Aquí viene él.
Lawrence pasaba entonces por delante de la puerta.
—¡Eh, señor Lawrence! —llamó Poirot—. Tenemos que darle la enhorabuena, ¿no es así?
Lawrence enrojeció y sonrió con torpeza. Un hombre enamorado es un espectáculo
lamentable. Cynthia, en cambio, había sido encantadora. Suspiré.
—¿Qué pasa, amigo mío?
––Nada —dije tristemente—. ¡Son encantadoras la dos!
— Y ninguna de las dos es para usted, ¿no es eso? — terminó Poirot —. No importa.
Consuélese, amigo mío. Puede que volvamos a trabajar juntos, ¿quién sabe?, y entonces...